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Sociedad desmoralizada


Nuestra incapacidad para profundizar en el fondo de los problemas es cada vez más proverbial. Nos quedamos en la superficie de las cosas; en lo que vemos en la televisión o -si es que somos algo más ilustrados- en lo que leemos en el periódico.



Así, las esporádicas manifestaciones de violencia ciudadana (como las de los 11 de Septiembre o las de los 1 de Mayo) o el incremento de la violencia delictual que cotidianamente percibimos en los noticiarios de televisión; llevan a nuestros dirigentes políticos y a la generalidad de la población a enfocar el tema solo desde un ángulo represivo. Sin siquiera darnos cuenta que Chile ya es el país de Sudamérica que tiene, lejos, una mayor cantidad de su población encarcelada: 238 por cien mil habitantes; seguido de Brasil con 187 y Argentina con 173 (Facultad de Derecho de la UDP, «Informe Anual sobre Derechos Humanos en Chile 2007»).



Evidentemente que el delito debe enfocarse también desde un punto de vista punitivo. Pero lo central para combatirlo eficazmente es el esfuerzo educativo y, sobre todo, la construcción de una sociedad justa y realmente fraternal. Olvidémosnos de que vamos a tener éxito en esa tarea mientras tengamos una sociedad con una distribución del ingreso de las más desiguales del planeta. Mientras sigamos orientándonos en nuestras relaciones sociales por un afán desenfrenado de lucro, consumo y prestigio. Mientras continuemos con el grueso de los trabajadores ganando sueldos muy bajos; con gran precariedad laboral; con enormes índices de endeudamiento; y con duraciones de su jornada que -de acuerdo a los organismos internacionales especializados- son de las más largas del mundo. En definitiva, mientras sigamos inmersos en un modelo neoliberal que, además, es quizá el más extremo de los aplicados históricamente.



Uno de las consecuencias más nefastas del modelo vigente es la profunda desmoralización que provoca en el conjunto de la población. En efecto, al continuar consolidando un modelo que no sólo es tremendamente injusto; sino que requirió para su imposición original de una política de terrorismo de Estado (como lo ha reconocido elegantemente Allamand en su «Travesía del desierto»: «Pinochet le aportaba al equipo económico algo quizás aún más valioso: el ejercicio sin restricciones del poder político necesario para materializar las transformaciones»); el mensaje que se le está dando a la sociedad chilena es éticamente devastador. Se le está enseñando, en la práctica, a valorar positivamente lo injusto, lo individualista, lo materialista, lo autoritario y lo violento.



No podemos extrañarnos, pues, que la generalidad de los sectores de más altos ingresos defraude sistemáticamente al fisco a través de la evasión o elusión tributaria. O que defraude a los trabajadores a través de las violaciones de sus derechos laborales, sindicales o previsionales. O a sus competidores o proveedores a través de virtuales «dumpings» o excesivas demoras en los pagos. O a los consumidores a través de altos precios monopólicos, publicidad engañosa o altísimas tasas de interés.



Menos podemos extrañarnos de que frente al enorme peso de estructuras tan desiguales e injustas, y de ejemplos tan inmorales de conducta; un creciente sector del mundo popular recurra a expedientes poco éticos o francamente delictivos en la lucha por su sobrevivencia. ¿A qué tanta extrañeza porque repetidas encuestas gubernamentales y de ONG dan cuenta que cerca del 40% de la población es víctima de un delito, o de un intento de tal, en un lapso de seis meses (Ä„siete millones de personas!)? ¿Por qué podría sorprendernos que, de acuerdo a los dueños de los supermercados, estos sufran producto de los «robos hormigas» pérdidas de 200 millones de dólares al año? ¿Por qué tanto asombro por el hecho que crecientes sectores poblacionales vivan sofocados por el terror de las pandillas o el poder del narcotráfico?



Lo raro, o más bien lo increíble, sería que el mantenimiento de un modelo económico tan injusto -y que fue impuesto con tanta violencia- no generara secuelas éticas. O que la violación sistemática de los derechos económicos, sociales y culturales de la inmensa mayoría de la población no provocara una profunda desmoralización. O que el bombardeo publicitario del afán de lucro y de consumo -particularmente a través de la publicidad televisiva- no exacerbara en la sociedad el egoísmo, la falta de solidaridad y la carencia de escrúpulos.



Es obvio que vivimos en un mundo razonable y explicable. Ciertas causas provocan determinados efectos. O dicho de otro modo, lo que se siembra se cosecha…



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Felipe Portales. Sociólogo

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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