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Seguridad ciudadana, política de Estado


Los acuerdos entre el gobierno y sectores de la oposición en torno a una política de seguridad ciudadana constituyen un hecho loable que debiera permitir la implementación de acciones de alta legitimidad política para enfrentar la delincuencia. Y, más allá de las críticas de quienes creen que se trata de una maniobra para sacar ventajas políticas, los acuerdos ponen una nota de racionalidad sobre un tema que, aún siendo de Estado, se siente a la deriva desde una perspectiva democrática.



Cuestión central es en qué ponerse de acuerdo y, muy especialmente, en cómo implementar esos acuerdos y qué tipo de resultados son esperables.

Por lo mismo, primeramente debiera analizarse con mirada crítica lo que hoy se está haciendo, en especial la vocación del gobierno de privilegiar la fuerza policial como el principal instrumento de gestión del tema.



Una política de gobierno de policializar la seguridad ciudadana tiene, entre otros efectos, un alto costo en relación con los resultados esperables: deja sin escrutinio el impacto real del constante aumento de las capacidades policiales y omite un debate sobre el costo final que tiene sobre la sociedad en el evento de ser exitosa.



El Estado gasta la suma de 38 dólares diarios por cada reo en el sistema concesionado de cárceles, es decir cerca de 2.400 dólares mensuales, equivalentes a unas cuarenta subvenciones escolares al mes. Ello sin contar los altos costos asociados, como imagen país, seguridad de inversiones, cohesión familiar, entre otros.



En los países con éxito en seguridad ciudadana, la eficiencia policial se mide en la capacidad de inhibir y prevenir la acción delictual, y no en la cantidad de allanamientos realizados o de personas apresadas. Es un contrasentido dotarse de más recursos para seguir aprehendiendo más criminales, judicialmente aplicar penas más severas y, en definitiva, tener más presos. En esta cadena los desincentivos están puestos al final, y no inhiben o previenen, salvo de manera muy parcial, la comisión de delitos.



Un ejemplo claro de lo anterior está en la insurrección del crimen organizado ocurrida entre el 12 y el 14 de mayo de 2006 en Sao Paulo, el Estado de Brasil que cuenta con más presos y las leyes más drásticas en materia penal, que fue dirigido desde dentro de las cárceles y terminó con más de 220 civiles y 91 policías muertos.



Por otra parte, en Chile están invertidos los sentidos en materia de investigación criminal. El servicio autónomo es la Fiscalía cuando en realidad debiera ser la Defensoría, llamada a velar por el debido proceso y exigirlo. Al mismo tiempo, la práctica de los fiscales de concentrarse en delitos menores – que nadie observa- para exhibir estadísticas exitosas empieza a ser un problema estructural. Entraba un desarrollo consistente de las policías, y tiene una incidencia mediática indebida que distorsiona los esfuerzos antidelictuales. La ciudadanía se ha acostumbrado a los grandes operativos policiales, con apoyo aéreo incluido, que terminan en el chascarro de unos cuantos microtraficantes detenidos y unas poca armas requisadas. Todo ello podría haberse hecho de manera mucho más eficiente con inteligencia policial y acción focalizada, pero no habría registro televisivo.



Estamos arriesgando la pérdida de valores republicanos en este tema, y la emergencia de una doctrina sobre el uso de la fuerza que es más propia de estados sin tradición democrática. Es esperable que el diálogo entre oposición y gobierno contribuya a poner cordura en esta sensible materia.

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