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A 100 años de la muerte de Barros Arana


El «gremio de los historiadores» conmemorará en los próximos días el primer centenario de la muerte de uno de los cultores más destacados de la disciplina, aunque no exento de críticas y controversias que, aún hoy, afloran en los debates y discusiones acerca del «estado del arte».



El 4 de noviembre se cumplen 100 años de la muerte de Diego Barros Arana; profesor, historiador y rector de la Universidad de Chile desde 1891 hasta 1907. Sus restos fueron velados en el Salón de Honor de la Universidad, transformándolo en capilla ardiente. A honrarlo concurrieron el rector, el Consejo Superior, profesores, alumnos y funcionarios de la Universidad y del Instituto Nacional. El gobierno fue representado por el ministro de Instrucción Pública, Domingo Amunátegui Solar, y otros miembros del gabinete; también concurrieron senadores, diputados, dignatarios de la Masonería, del Partido Liberal, diversas representaciones oficiales y público en general. Desde la Casa Central de la Casa de Bello su féretro fue llevado al Cementerio General por quienes alguna vez habían sido sus estudiantes.



Haciéndose eco de la conmoción, el 7 de noviembre, durante la 8Åž Sesión Extraordinaria de la Cámara de Diputados, el representante liberal por Valparaíso Guillermo Rivera solicitó la palabra para manifestar que «el país se ha sentido hondamente conmovido por la pérdida de uno de sus más ilustres ciudadanos», y luego procedió a enumerar las variadas obras con las que el ilustre difunto había servido a la nación. Informó a sus pares que, además de las autoridades de gobierno y de los representantes de países extranjeros, habían «concurrido al duelo nacional» los municipios de Santiago y Valparaíso. A continuación manifestó que creía «interpretar los sentimientos no sólo de los Diputados liberales, sino los de toda la Cámara, al formular una indicación para que ésta se asociara al duelo nacional y acordara enviar una nota de condolencia a la señora viuda del señor Barros Arana».



Inmediatamente el jefe del comité de diputados del Partido Conservador, Eduardo Ruiz Valledor, solicitó la palabra. Para sorpresa de todos (menos los miembros de su partido, claro está) y estupor de muchos -en consideración de los estrechos vínculos de ese partido y la Iglesia Católica— expresó que «los diputados conservadores prescindimos en absoluto de toda manifestación que se haga en nombre de la Cámara en homenaje a la memoria de don Diego Barros Arana».



Las palabras de Ruiz Valledor motivaron un intenso debate. El diputado radical Jorge Guerra remarcó que, «al revés de los honorables diputados conservadores», los representantes de su partido estimaban que la corporación cumplía «con un alto deber patriótico haciendo esta manifestación en honor del más ilustre de los ciudadanos que haya producido este país». El liberal-democrático (balmacedista) Roberto E. Meeks, después de una larga reflexión acerca del devenir de la humanidad, afirmó que nadie podía negar que «el esfuerzo del señor don Diego Barros Arana ha influido e influirá en el progreso intelectual del esta República» y que, por lo tanto, su partido se honraba en adherirse a la manifestación que hacía la Cámara «a la memoria de uno de los más esclarecidos y más ilustres servidores de este país».



El diputado del partido «nacional» Aníbal Rodríguez afirmó, en tanto, que el país ya había «pronunciado su fallo a favor de este distinguido hombre de ciencia y preclaro ciudadano», lo cual era motivo suficiente para que él y sus colegas adhiriesen a la moción del diputado Rivera. Por su parte, el diputado liberal democrático Manuel Salas Lavaqui afirmó que le bastaba con haber sido alumno de don Diego y luego haber cooperado con él en el Instituto Nacional y en la Universidad de Chile para adherir al proyecto de acuerdo, pues era una forma de honrar permanentemente su memoria y de destacar la obra de un «ciudadano eminente».



De entre los diputados demócratas, el primero en hacer uso de la palabra fue Bonifacio Veas, quien lo hizo a título personal para asociarse a la moción de Guillermo Rivera «en nombre de los obreros de Valparaíso, creyendo interpretar sus verdaderos sentimientos». El mismo declaró sentirse «especialmente afectado por este doloroso duelo nacional, porque por medio de la educación que fomentó ese ilustre educacionista», los obreros de todo el país adquirían «los conocimientos necesarios para ser buenos ciudadanos chilenos». Después de Veas tomó la palabra el fundador y líder indiscutido del partido, Malaquías Concha, quien aseguró que los demócratas se sentían representados por las palabras de Bonifacio Veas y adherían a la moción del Diputado Rivera.



¿Qué llevó al comité conservador a adoptar tan dura actitud respecto de don Diego? Los antecedentes tienen que ver con la larga vigencia en Chile de lo que, terminada la dictadura de Augusto Pinochet, ha sido denominado como la política de «ni perdón ni olvido».



Es probable que a la muerte del historiador volviera a la mente de los conservadores el recuerdo de las duras jornadas de los años 1872 y 1873, cuando don Diego Barros Arana era rector del Instituto Nacional y Abdón Cifuentes, el patriarca conservador, era el ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública -el único ministro de esa persuasión en el gabinete del Presidente liberal Federico Errázuriz Zañartu. El problema se suscitó al empeñarse Cifuentes en establecer la «libertad de exámenes», intentando eximir a los estudiantes de los colegios privados (mayoritariamente católicos) de la obligación de rendir sus exámenes de ingreso a la Universidad frente a los profesores del Instituto Nacional. Tal propuesta generó un rechazó activo por parte del rector institutano, es decir, de don Diego.



La promulgación del proyecto de ley de Cifuentes derivó en un fuerte enfrentamiento entre el ministro y el rector, que se manifestó intra y extra muros del Instituto Nacional. Internamente, los adversarios de Barros Arana lograron generar disturbios en la institución, que acarrearon su despido y nombramiento como delegado de Instrucción Secundaria, al mismo tiempo que Camilo Cobo era nombrado rector. En la práctica, ello instituyó un gobierno dual en el establecimiento, generó el peor de los escenarios y derivó en una situación de ingobernabilidad. Las medidas del ministro Cifuentes contribuyeron, inevitablemente, a la intensificación del problema. Éste franqueó los muros del Instituto y se instaló en la calle. La primera víctima de la escalada del conflicto fue el nuevo rector, quien renunció a pocas semanas de haber asumido. Luego, el Presidente de la República eliminó el cargo de delegado, lo cual, en términos prácticos, definía el alejamiento definitivo de Barros Arana del Instituto.



Por su parte, la agitación que los partidarios de don Diego promovían a diario, derivó en ingentes esfuerzos concentrados en una campaña de descalificación de la persona del Ministro Cifuentes. Todo culminó el 15 de junio de 1873 cuando una manifestación callejera de estudiantes del Instituto y de la Universidad de Chile, a la que se unieron adherentes liberales espontáneos, se dirigió a la casa del Ministro localizada en la calle Dieciocho 62 con el evidente propósito de tomarla por la fuerza; hecho que fue impedido a última hora por un destacamento de policía montada.



Ante tales hechos la indignación de los conservadores fue tal que a la mañana siguiente don Abdón Cifuentes fue autorizado por su partido a presentar la renuncia al Presidente de la República. Había muerto la «fusión liberal-conservadora», y éstos no accederían a cargos de gobierno por los siguientes 18 años.



¿Fue el recuerdo de ese episodio lo que motivó la reticencia de los conservadores a homenajear a don Diego en el momento de su muerte? No lo plantearon de manera explícita, pero tampoco dieron otras razones para fundamentar su negativa.



Y así, cuando el oresidente de la Cámara de Diputados dio por cerrado el debate y proclamó que si no había «inconveniente por parte de la Cámara» se daría por aprobada «la indicación del señor Rivera», se alzó la voz imperturbable del diputado Ruiz Valledor, para manifestar nuevamente que en todo caso esa indicación se adoptaba: «Con la abstención de los diputados conservadores».



En ese momento, los conservadores ni siquiera recordaron que Barros Arana había sido su aliado en la cerrada oposición al Presidente José Manuel Balmaceda y que durante el transcurso de la guerra civil de 1891 se había ocultado en la Recoleta Dominica, en otras palabras, que había estado al amparo de la Iglesia Católica. Al parecer, casi un cuarto de siglo después de la crisis política por la «cuestión de los exámenes», «las suaves cenizas del olvido» eran aún demasiado tenues como para reconciliar al partido católico con el historiador fallecido.



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(*) Luis Ortega. Ph. D (London). Profesor Titular del Departamento de Historia, Facultad de Humanidades, de la Universidad de Santiago de Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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