Publicidad

Contadores de muertas


Por alguna razón difícil de desentrañar, los chilenos amamos los conteos. Ya no importa mucho de qué, queremos saber cuántos hoyos hay en Santiago, cuántos millones robó Pinochet, cuántos choques han ocurrido en Portugal con 10 de Julio, cuantas pulgas tiene el perro. Sospecho que en gran medida y entre otros, La Teletón nos pringó de una ansiedad numeral que ya tenemos, inexorablemente, incorporada en el ADN.



¿Si no cómo se explica la perversa costumbre adquirida recientemente de llevar la cuenta de mujeres asesinadas? ¿Qué perverso record, separado por comunas, queremos romper contando estos hechos de sangre? Es abominable el asesinato de mujeres. Pero es también aborrecible y peligrosa esta sensación de avance geométrico que dicha criminalidad perece alcanzar día a día en nuestra sociedad. Con toda seguridad el número de mujeres ultimadas en el último año es similar al de cualquier otro año. ¿Alguien ha sacado esa cuenta? Pero ahora hacemos una muesca en el alma del pueblo chileno cada vez que una mujer es ultimada. Y creamos un espacio en el imaginario que hace de aquello algo más posible, más connatural a nuestra esencia. Ahí reside un recio peligro.



Es muy sabido por cualquiera que sepa algo de comunicaciones que existe un efecto reproductor, un empuje a la imitación, en la publicación de noticias. Estamos todos esperando a la víctima 58. Y en el raro psiquismo de algunos compatriotas se despertará, como un deber, como una obligación el no dejarnos a la espera mientras enarbola el martillo o dispara la 38 contra la cónyuge o muele con una llave inglesa a la polola. Un trasfondo enfermo se esconde tras este afán de contadores. Y una irresponsabilidad infinita adquieren quienes convierten el homicidio de mujeres en algo parecido a una tabla de goles o el número de días sin accidentes destacado en la pizarra de una fábrica.



Basta. Basta tanto de muerte, como de hacer de ellas numeritos y sumas. El asesinato de cada mujer es un hecho que reviste su propio dramatismo, su íntimo horror. No hay dos asesinatos iguales. Convertirlos en cifras encierra una obscenidad moral y metafísica de la cual sus autores parecen no darse cuenta.



Junto con el aumento de los femicidios- expresión poco feliz donde las haya- hemos notado también el incremento de la incultura ética e incluso estética de los encargados de informarnos de tales hechos. ¿Tu mamá es la 23 de Renca? ¿Tu hermana es la 38 de Peñalolén?



Basta. Ya está bueno. Terminemos de una puta vez con este amarillismo ramplón y altamente peligroso en el que hemos caído casi sin notarlo. Algo atroz está pasando en Chile entre los hombres y las mujeres. Algo grave, imposible de contar. Intentemos respondernos qué y por qué pasa. Lo demás es la mirada más idiota que se puede tener sobre el tema. Algo cualitativo palpita, a punto de estallar, detrás de los cuantitativos criterios en que nos quedamos pegados, a la espera de la próxima víctima.



_________________



Antonio Gil es escritor y periodista

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias