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Supercapitalismo


A pesar de los graves acontecimientos en los mercados crediticios mundiales, los efectos reales han sido, hasta ahora, limitados. La economía real sigue apareciendo como sana y «robusta», como usa decir la siutiquería económica en boga. Ello estaría dando la razón a quienes creen que el capitalismo actual seguirá expandiendo y consolidándose a pesar de las alteraciones financieras actuales. Aunque existen muchos argumentos para considerar prematura esta conclusión, aceptarla tampoco resulta muy tranquilizante.



Quien últimamente ha aportado los argumentos más convincentes para dudar sobre la salud del capitalismo mundial más allá de sus coyunturas financieras y monetarias es Robert Reich, ministro del trabajo durante el gobierno de Bill Clinton en los EEUU. Su más reciente libro («Supercapitalism») describe una dinámica de desarrollo capitalista mundial cargada de contradicciones y angustiantes desafíos políticos y sociales.



Por un lado, el capitalismo contemporáneo ha restaurado una casi ilimitada competencia global en todas las ramas económicas, y una reducción dramática de las barreras de ingreso a los mercados mundiales. Esto ha contribuido a expandir inmensamente la oferta de nuevos productos de alto nivel tecnológico a precios accesibles para la gran mayoría de consumidores, bajando además los precios de los bienes de consumo masivo. Ello explicaría la ausencia de inflación y un aumento del bienestar material de las personas inimaginable hace cincuenta años.



Además, el aumento de los ingresos ha ido acompañado por una sustancial acumulación de ahorros. Esto ha transformado a una buena parte de la población en «inversionistas». Se ha masificado así la figura del «consumidor-inversionista», interesado en una oferta barata de bienes y en ganancias empresariales altas, dado que de ellas depende la rentabilidad de sus ahorros o «inversiones» y, con ello, una buena parte de sus propios ingresos (como también su seguridad social).



Los intereses de los «consumidores-inversionistas» son, sin embargo, incompatible con altos niveles requeridos de protección laboral y ambiental. Ellos además hacen imposible cualquier control social sobre el destino de las inversiones de los fondos y otros inversionistas institucionales. El ejemplo paradigmático es Wal-Mart. La gente compra allí masivamente, porque la oferta es barata, y los accionistas aceptan los abusos laborales, porque rechazarlos disminuiría la competitividad y las ganancias empresariales.



La actitud de los «consumidores-inversionistas» es ilusoria y en el mejor de los casos, confusa. Reich demuestra para los EE.UU., y los ejemplos abundan de otras partes, que el aumento de las desigualdades sociales han ido paralelo a la consolidación del supercapitalismo como tal, incluyendo, obviamente sus «nuevos territorios», como la China, la India y muchos otros «países emergentes». Allí, las desigualdades de ingreso y riqueza, en poco tiempo, han adquirido características simplemente groseras.



En esta constelación, la democracia tiene todas las de perder. Se ha producido una verdadera explosión del lobbyismo (cuestión que más allá de los EE.UU. ha transformado a muchos gobiernos y parlamentos nacionales y supranacionales – como el de la Unión Europea- en verdaderas bolsas de trabajo para lobbyistas de empresas privadas). La «responsabilidad social corporativa» se transforma en farándula para enfrentar la competencia y favorecer los negocios y la expansión empresarial. El lobby de las empresas se constituye en portavoz de las posiciones «verdes» con el solo objetivo de aumentar las ganancias y los beneficios de explotación de las riquezas naturales. Todo a vista y paciencia de los «consumidores-inversionistas», cada vez más alejados de los centros verdaderos de decisión política.



Debido a que no se percibe cómo una crisis crediticia global pudiera obligar al supercapitalismo a enmendar su rumbo, sus características económicas aparecen como irreversibles. Se crea así la imagen de un capitalismo sólido y «robusto». Sin embargo, desde adentro, no desarrolla propuesta alguna para contener el grave deterioro político, social y ambiental que lo viene acompañando. Tienen razón, pues, quienes afirman que la crisis crediticia podría pasar sin afectar la economía «real». Todo depende de qué se entienda por tal.





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Alexander Schubert es economista y politólogo

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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