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Los caminos de la izquierda y los DDHH


En el Chile de los 2000, cada vez se oyen más voces que demandan una mayor participación y control por parte de la ciudadanía en las distintas esferas del poder: política, económica, social y cultural, a fin de mejorar la protección de los distintos derechos humanos recaídos en tales ámbitos. Algo que parecía extraño bajo el influjo del solapado consenso político de los ’90, donde existía una sociedad civil todavía más débil que la actual y, por tanto, se prefería dejar las decisiones en manos del buen arreglo de los especialistas. En otras palabras, la democracia chilena parece transitar desde el mutuo beneplácito de su oligopolio mega-partidista hacia un mayor protagonismo de la reflexión crítica.



De esta manera, resulta sorprendente apreciar en el espacio público la proliferación de comentaristas que desde enfoques diversos constatan y proponen criterios de solución a los problemas que más afectan a la sociedad -educación, salud, trabajo, vivienda, seguridad ciudadana, medio ambiente, reconocimiento cultural, igualdad de géneros-, pregonando la necesidad de mejorar, acentuar, humanizar o incluso cambiar lo que la gran mayoría de ellos denomina «el modelo».



Sin embargo, si enfocamos este comportamiento social desde una perspectiva político-ideológica, no es difícil entrever que este incremento de demandas por una mayor participación no sólo política, sino sobre todo económica, social y cultural, es un claro indicio de izquierdización o, más exactamente, de un nuevo giro de la sociedad chilena hacia la izquierda. Porque concordando con Norberto Bobbio, si hay algo que pueda definir con mayor precisión la fisura derecha e izquierda es la idea de igualdad, cuya efectividad precisamente exige la participación de los gobernados en las distintas esferas o rostros del poder.



Se dice que la distinción entre derecha e izquierda tuvo su origen durante la revolución democrática de Francia, cuando los diputados de la Asamblea Nacional se dividieron entre quienes apoyaban la restauración de la monarquía, sentándose a la derecha de su presidente, y quienes deseaban continuar con el proceso revolucionario, ubicándose a la izquierda. Pero lo importante es que estos últimos consagraron un camino que venía trazándose desde el renacimiento y que constituye un pilar fundamental del mundo moderno: la idea de igualdad en libertad, entendiendo por libertad no sólo aquel campo de acción que permite a los individuos elegir sin impedimentos o constreñimientos arbitrarios de terceras personas («libertad negativa»), sino también la autodeterminación colectiva, entendida como el poder soberano de cada uno de los ciudadanos -los destinatarios de los derechos fundamentales- de participar con su voz y voto en la conformación de los poderes ejecutivo y legislativo («libertad positiva»), así como el control ejercido sobre tales poderes a través de la prensa y la formación de la opinión pública, incluyendo en este último aspecto al poder judicial.



Sin embargo, esta idea de igual libertad si bien pudo ser el criterio inaugural de la díada derecha-izquierda, hoy no es un razonamiento válido para mantenerla en pie. Nuestra experiencia política del último siglo nos muestra que tanto en la izquierda como en la derecha hay quienes prefieren la democracia y el diálogo racional y aquellos que por considerar a la democracia una «engañifa», optan por el autoritarismo y el enfrentamiento irracional. Se trata de un criterio que más bien sirve para distinguir, respectivamente, a los moderados de los extremistas pero no para diferenciar a la izquierda de la derecha.



En otros términos, la defensa de los derechos humanos civiles y políticos hoy es compartida e impugnada en ambas veredas. De este modo, tanto los socialistas democráticos como los social-cristianos y los conservadores liberalizados o «neoliberales» -en una palabra, los moderados- comparten, desde sus diferentes miradas, el compromiso de respetar y garantizar los derechos a la vida, a la dignidad, a la integridad corporal y psíquica; las libertades públicas de pensamiento, expresión, reunión, asociación, etc.; los distintos derechos de igualdad formal y de no discriminación; así como los derechos de sufragio y de elegir y ser elegido para cargos de elección popular. A diferencia de los partidos y grupos de ultra derecha y extrema izquierda, quienes desvalorizan tales derechos y, por tanto, estiman necesario conculcarlos a cualquier precio con tal de alcanzar sus fines totalizadores, más allá de que sus gobiernos se constituyan por la vía de las armas o del sufragio.



En cambio, fue en los años de la gran debacle capitalista de 1929, que dio paso a la creación del denominado «Estado de bienestar» o welfare state, cuando la dicotomía derecha-izquierda consagra una segunda fisura que se mantiene hasta hoy. Me refiero a un concepto de igualdad ya no en la libertad sino en las condiciones materiales de existencia para el ser humano, y que fue el camino trazado por el socialismo: la demanda de una extensión de la participación de los ciudadanos a la esfera económica, social y cultural del poder, y que se traduce en el reconocimiento de los derechos humanos económicos, sociales y culturales.



Sin embargo, la idea de igualdad en que se fundan tales derechos, como bien señala el profesor Agustín Squella, no consiste en que todos deban ser iguales en todo respecto de sus condiciones de vida, sino en «que todos sean a lo menos iguales en algo, a saber, la satisfacción de sus necesidades básicas de educación, salud, trabajo, vivienda, descaso y asistencia social». Satisfacción a la que todavía más del cincuenta por ciento de la población mundial no tiene acceso.



Ello explica y justifica las demandas de participación de los ciudadanos en estas materias, las que se traducen en «la adopción de unos fines orientadores de la acción del Estado» y «una intervención de éste en la vida social y económica de la sociedad». Cuestión que los conservadores liberalizados o mal llamados «neoliberales» desaprueban, o en el mejor de los casos aceptan de manera muy restringida a través del llamado «Estado mínimo», con el fin de proteger los derechos de propiedad y las instituciones de mercado -la denominada «constitución económica»- que para ellos representa la base de un «orden social libre» protegido por el Estado de derecho.



Para la izquierda democrática, en cambio, los derechos de propiedad y las instituciones de mercado -el poder económico- tan solo representan un aspecto más de la vida humana y, consecuentemente, deben estar imbricados con los sistemas político, social y cultural a través de un Estado que garantice no solamente los derechos civiles y políticos, sino también los derechos económicos, sociales y culturales, a fin de evitar que la libertad de los lobos signifique la muerte de los corderos, como decía el gran pensador Isaiah Berlin. De lo contrario, en lugar de orientarnos hacia la convivencia en el marco de un Estado democrático de derecho, nos estaríamos abocando exclusivamente a la competencia de un «Estado de derechas».



Por lo tanto, sólo cuando los ciudadanos extienden sus demandas de mayor participación desde la esfera política a los ámbitos económico, social y cultural del poder, podemos hablar propiamente de izquierdización o de giro hacia la izquierda, como parece ser el caso de la actual sociedad chilena.



Ahora bien, con respecto a cuáles deben ser los fines orientadores de la acción del Estado y de qué manera éste ha de intervenir en la vida social y económica de la sociedad para garantizar los derechos humanos económicos, sociales y culturales, la respuesta a esta pregunta abre una nueva fisura ya no entre derecha e izquierda sino dentro de la izquierda, y que constituye el actual debate político en nuestra América Latina del siglo XXI. Materia para discutir en un próximo artículo.



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Eduardo Saavedra Díaz, abogado

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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