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Chávez, el Rey y los Otros


Parece significativo que una gritería entre participantes de una reunión internacional se haya convertido en un hecho histórico. Ha llegado a centenares de millones de personas en todo el mundo. Nadie ha permanecido indiferente, al menos en Iberoamérica. El Rey no ha sido el único salido de sus casillas. Incluso El País cedió su página editorial a la diatriba de un conocido escritor contra los electorados «turbados» de América Latina. Al parecer se agitan en la región turbulencias profundas en las cuales España se encuentra más involucrada que nunca en los últimos dos siglos.



La región viene emergiendo de su dolorosa transición a la época moderna, que le ha tomado buena parte del último siglo. Considerada en su conjunto, sin embargo, se encuentra todavía en plena transformación. Según estimaciones de organismos de la ONU, solamente alrededor de un 15% de la población ha completado dicho proceso en lo fundamental, mientras en el otro extremo, no menos de un 10% se encuentra todavía dando sus primeros pasos. El restante 75% se encuentra aún en plena transición.



La transición ha sido presidida por los Estados mediante dos estrategias sucesivas. Empezando en los años 1920 y hasta la década de 1980, asumieron directamente la responsabilidad del progreso económico y social de sus países. Bajo formas muy diferentes, conservadoras y revolucionarias, democráticas y autoritarias, el desarrollismo latinoamericano acompañó la migración masiva de sus pueblos a las ciudades. Al mismo tiempo, les proporcionó salud, educación y previsión, en medida nada despreciable. Protegió al naciente empresariado, recuperó las riquezas naturales, y construyó la base de la infraestructura e industria, así como las instituciones del Estado moderno.



Quizás precisamente debido a sus logros en la transformación social y económica, el desarrollismo se tornó obsoleto y fue reemplazado hacia fines del siglo por el denominado Consenso de Washington. Éste privilegió en cambio el desarrollo de los negocios. La última estrategia presentó a su vez versiones muy diferentes, desde el extremismo revanchista y destructivo de los Chicago boys en el Chile de Pinochet, hasta aquellas mucho más moderadas aplicadas por los gobiernos democráticos de los años 1990 en toda la región.



América Latina parece estar atravesando hoy un nuevo momento de viraje estratégico. En un país tras otro, se van instalando nuevos bloques en el poder que se alejan inequívocamente del llamado Consenso de Washington. Abrazan una nueva estrategia en la cual los Estados nuevamente se proponen asumir la responsabilidad del desarrollo económico y social. Sólo que esta vez se apoyan en la moderna estructura surgida de todo el proceso anterior en su conjunto y la proyectan sobre el espacio mayor de una región crecientemente integrada.



Aunque todos coinciden en «cambiar el modelo neoliberal», el contenido y los actores que la impulsan varían mucho dependiendo de las diferencias anotadas más arriba. Las burocracias estatales, civiles y militares, la sostienen en mayor o menor medida al igual que lo hicieron durante el viejo desarrollismo. Acostumbradas a pensar estratégicamente, comprenden que la conducción estatal e integración regional resultan imprescindibles para alcanzar el grado mínimo de soberanía compartida que se requiere para competir en el mundo de gigantes del siglo XXI. Los masivos sectores medios asalariados urbanos constituyen asimismo el sustento principal de las nuevas coaliciones gobernantes. Esta vez, el emergente empresariado latinoamericano es asimismo un actor principal. Las crecientes inversiones externas directas de capitales chilenos, por ejemplo, radican en Argentina en más de la mitad, y casi todo el resto en Brasil, Perú y Bolivia.



Las formas que asume la nueva estrategia, sin embargo, así como el peso relativo de los distintos actores, varía radicalmente entre los países. Depende principalmente de los niveles de desarrollo alcanzados por unos y otros, así como de sus historias respectivas. Por ejemplo, el campesinado y los cordones de pobres urbanos que hace poco han dejado de serlo, son protagonistas en Bolivia, Ecuador, Centro América y Venezuela, entre otros. En cambio, no ocupan un rol significativo, por ejemplo, en Chile, Argentina y Uruguay, sencillamente porque su proporción se ha reducido allí a niveles que no se diferencian mucho de los de España.
Asimismo, el rol asumido por el Estado en el primer grupo de países mencionados se parece mucho al del viejo desarrollismo. Ello resulta necesario, sencillamente porque la sociedad civil allí es todavía incipiente. En cambio, en el segundo grupo, su papel y estrecha relación con la empresa privada se asemejan al que tiene en España.



Por lo mismo, constituye un error garrafal pretender confrontar las diferentes modalidades en que se manifiesta la nueva estrategia. Cada país está aplicando la nueva fórmula del modo en que mejor se corresponde a sus rasgos propios. Esto lo comprenden perfectamente los líderes de los países principales de América del Sur, que a su vez son los más poderosos, avanzados y explícitos, en la aplicación de la nueva estrategia. En ningún momento ellos han antagonizado a los otros. Muy por el contrario, se allanan sucesivamente a la necesaria convivencia y alianza complementaria con aquellos, en el marco del común discurso anti-neoliberal, de cohesión social e integración regional. Más torpe aún parece el intento de algunos en presentar como un modelo alternativo aquello que no es sino el resabio obsoleto y agotado de la estrategia anterior que muere.



En ese cuadro, corresponde hacer mención al rol de España y sus empresas. Su papel en el proceso descrito parece tan importante como el que jugaron Inglaterra y los capitales de ese origen durante el siglo XIX en la conformación de lo que es hoy los EEUU. En una expansión asombrosa, las agresivas y a su vez emergentes empresas españolas han conquistado posiciones dominantes en sectores claves como las finanzas, energía y telecomunicaciones, entre otros. Se han establecido a través todo el continente en menos de una década. En la estela de estas grandes fragatas, una multitud de pequeñas y medianas empresas han recorrido a su vez el continente haciendo negocios por todos lados, con una energía y afán de exploración que en nada desmerecen al viejo Cabeza de Vaca. Puesto que visualizan a la región como un solo espacio de negocios, están entrenando a sus cuadros y socios latinoamericanos en la construcción del mismo. Sin embargo, como buenos conquistadores que son, no siempre su comportamiento parece el más adecuado para mejorar las relaciones con los países que los reciben. A su vez, el Estado español ha pasado a ser uno de los de mayor influencia en la región.



En ambos planos, los europeos están disputando decididamente la preeminencia de los propios EEUU. Esta última, sin embargo, continúa siendo abrumadora en el ámbito geopolítico más amplio. Su perspectiva choca frontalmente con el intento latinoamericano de conformar un espacio crecientemente integrado que aspire a cierto grado de soberanía. La masa inmensa de la potencia del norte hace gravitar a cada uno de los países en el sentido opuesto a la integración regional. A ello se suma la acción abierta y subrepticia de la diplomacia civil y militar estadounidense que presionan constantemente en el mismo sentido. Por este motivo, la relación de América Latina con la Unión Europea adquiere una importancia estratégica redoblada. De alguna manera compensa la omnipresencia de su poderoso vecino.



De esta manera, parece presentarse un cuadro extremadamente favorable al desarrollo de las relaciones entre España y Portugal con sus antiguas colonias. Así parecen entenderlo sus actuales gobernantes sin vacilaciones de ningún tipo. Desde luego, ello corresponde además a la política de los gobiernos y al sentir profundo de los pueblos en América Latina. Parece de una torpeza extraordinaria no apreciarlo de esa manera. Más aún, el azuzar de manera oportunista los resentimientos mutuos – los que siempre se encuentran muy cerca de la superficie en todos los continentes y estratos sociales -, ciertamente no parece cosa muy divertida.



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(*) Manuel Riesco es economista, vicepresidente del Centro de Estudios Nacionales de Desarrollo Alternativo, CENDA. Vea una versión completa del artículo

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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