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Fama persistente


En la larga lista de sátrapas, dictadores, criminales de guerra, torturadores, genocidas, opresores, tiranos y déspotas que poblaron el siglo XX, hubo alguno que tuvo la suerte de ser reconocido mundialmente como el prototipo del cabrón integral, distinguido con un voto de asco universal en un raro ejemplo de unanimidad planetaria.



Augusto Pinochet tuvo ese improbable honor desde el mismo día en que, después de dudarlo mucho y apretar las nalgas hasta el final, se decidió a encabezar el golpe de estado de 1973.



En aquella época, con razón o sin ella, la experiencia conducida por Salvador Allende fue observada desde los cinco continentes, -primero con estupor y luego con creciente simpatía-, como un camino viable hacia un mundo mejor que pudiese ser transitado por alamedas democráticas. Mientras que el poder totalitario y brutal que aplastó ese sueño fue percibido inmediatamente como la denegación del derecho universal a vivir en paz.



Nixon y Kissinger, comanditarios del crimen, no hicieron muchos esfuerzos para redorar el blasón de su esbirro y se conformaron con la frase atribuida a Roosevelt a propósito de otro dictador: «Puede que sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta».



En su día, Cordel Hull, Secretario de Estado, había sido más prolijo con el dictador dominicano que le inspiró a Vargas Llosa «La fiesta del chivo»: «Siempre he considerado al presidente Trujillo como uno de los más grandes hombres de América Central y de Sudamérica».



Nadie, ni siquiera Kissinger, tuvo esa delicadeza con Pinochet.



Curiosamente, sus secuaces chilenos y la pervivencia pertinaz de algún poder fáctico lograron la hazaña que consagró definitivamente la categoría de infame preferido de la que siempre gozó y aun goza en el mundo entero el «capitán general»: un homenajito de despedida cuando liberó para siempre el territorio chileno de su molesta y contaminante presencia.



Porque aparte Pinochet, ningún dictador latinoamericano logró nunca que se le distinguiese con otra cosa que no fuese el olvido piadoso con el que se cubren las vergüenzas miserables que hay que ocultarle al prójimo.



Sin pretender ser exhaustivo, Leopoldo Galtieri, Juan Melgar Castro, Efraín Ríos Montt, Manuel Noriega, Policarpo Paz García, Guillermo Rodríguez, Hugo Banzer, Omar Torrijos, Juan Velasco Alvarado, Roberto Viola, Rafael Videla, Alfredo Stroessner, Alberto Fujimori, Antonio López de Santa Anna, Porfirio Díaz, José Félix Uriburu, Eduardo Lonardi, Fulgencio Batista, Franí§ois Duvalier, Jean-Claude Duvalier, Marcos Pérez Jiménez, Anastasio Somoza García, Luis Somoza, Anastasio Somoza hijo, William Walker, Rafael Leonidas Trujillo, Carlos Castillo Armas, Victoriano Huerta, Augusto Leguía Salcedo, Aparicio Méndez, Humberto Castelo Branco, José Lindares, Artur da Costa Silva, Emilio Garrastazú Médici, Ernest Geisel, Joăo de Oliveira Figueiredo, Gustavo Rojas Pinilla, José Antonio Páez, Tiburcio Carias Andino, Ulises Heuraux, Gregorio Álvarez, Andrés Rodríguez, René Barrientos Ortuño, Hernán Siles Suazo, Manuel Arturo Odría, Francisco Morales Bermúdez, la dinastía de los Monagas, José Antonio Páez, Antonio Guzmán Blanco, Cipriano Castro, Juan Vicente Gómez, Medina Angarita, Alejandro Agustín Lanusse, Arturo Rawson, Ydígora Fuentes, Carlos Araña Osorio, Kjell Laugerud García, Romeo Lucas García, Oscar Mejía Victores y tantos otros, ni recibieron homenajes, ni lograron dejar detrás de sus despojos la huella imborrable y mal odorante, la dudosa fama persistente que dejó el Augusto.



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Luis Casado. Ingeniero del Centre d’Etudes Supérieures Industrielles (CESI, Paris, Francia. Profesor del Institut National de Télécommunications (INT). Miembro del Comité Central del Partido Socialista de Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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