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«Mediación» en Colombia


Al aceptar el papel de mediador para Colombia, propuesto por el mandatario francés Nicolas Sarkozy a varios países latinoamericanos, la Presidenta Michelle Bachelet declaró que su propósito será conseguir que los rehenes de las FARC sean liberados «inmediatamente y sin condiciones».



¿Así empieza su trabajo un mediador? ¿Así manifiesta su imparcialidad?



La tesis de la liberación unilateral y sin condiciones es la del gobernante colombiano, Álvaro Uribe, quien con apoyo de Estados Unidos declara -se ignora si realmente lo cree- que es posible derrotar a la insurgencia por la vía militar.



En una solución de fuerza está empeñado el ejército colombiano desde hace 43 años, sin el menor éxito. El hecho estratégico es que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) controlan casi la mitad del país, con una fuerza militar estimada en 15 mil combatientes, y que la guerra civil está estancada, o sea, ningún bando es capaz de asumir y sostener la iniciativa.



Poco interesa, en este contexto, de qué parte están la razón, el humanismo o la justicia, y definirlo no es la función de los mediadores.



Los rehenes son en realidad la cortina del tema político de fondo: el reconocimiento o no de las FARC como parte en conflicto, con su secuela de deberes y derechos contemplados en la ley internacional. Tal reconocimiento sería la antesala de una negociación de largo alcance sobre el futuro de Colombia y el posible fin del negocio gigantesco de la guerra.



Muchos sostienen que ni a las FARC ni al ejército gubernamental les interesa acabar con la guerra, en que los perdedores son los centenares de miles de campesinos desplazados, mientras se benefician los traficantes de armas y droga y se mantienen enormes estructuras político-militares.



Los familiares de Ingrid Betancourt, la prisionera más importante de la guerrilla, acusan al presidente Uribe de haber abortado el esfuerzo mediador del mandatario venezolano, Hugo Chávez, porque estaba a punto de lograr el primer resultado concreto en muchos años: la liberación incondicional en diciembre de una parte de los secuestrados, como «muestra de buena voluntad» por parte de los insurgentes.



Un anuncio así, que hubiese reforzado la imagen de Chávez en los días previos al referéndum constitucional, era inaceptable para Estados Unidos.



Yolanda Pulecio, madre de Betancourt, viajó a Argentina con motivo de la toma de posesión de la presidenta Cristina Fernández para «rogarle a la comunidad internacional, a todos los jefes de Estado, que por favor me ayuden a presionar a la guerrilla y al presidente Uribe, que es la persona que hubiera podido aceptar sin condiciones un sitio para poder reunirse con la guerrilla».



A Uribe «no le importan la libertad ni la vida, no son valores para él», dijo Pulecio a Radio del Plata.



En respuesta, el mandatario colombiano reiteró esta semana su «derecho» a intentar rescatar por la fuerza a los rehenes. Uribe sabe, como saben todos en Colombia, que cada intento equivale a firmar la ejecución del potencial «liberado» y por eso quienes primero se oponen son los familiares.



La guerrilla no está dispuesta a entregar a los rehenes «sin condiciones», como exige Bachelet y como sin duda preferirían Betancourt, la señora Pulecio y todos los demás afectados. Las FARC, al parecer, tienen la fuerza suficiente para sostener indefinidamente su demanda de «intercambio humanitario» de los 45 prisioneros que considera canjeables por 500 guerrilleros capturados por el Ejército.



Al aparecer solidarizando con el pensamiento de Uribe, Chile minimizó de entrada sus posibilidades de mediar en serio y lograr el anhelado canje. No extraña para nada que el canciller Alejandro Foxley asuma esta posición, pero sí que pise alegremente el palito la ciudadana Michelle Bachelet.



Alejandro Kirk es periodista

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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