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Mujeres migrantes


La migración es una estrategia de sobrevivencia -económica, política, social o cultural-, siendo la mayoría de las veces forzada o por lo menos ejercida bajo presión. Como sabemos, se trata de un fenómeno histórico y universal, al cual debemos la edificación de las distintas culturas que pueblan el mundo.



Hoy en día, son cerca de 190 millones las personas que se encuentran en esta situación, cerca del 3% de la población mundial. De ellos el 49,6% son mujeres.



Hagamos un mapa. Los migrantes latinoamericanos y caribeños representan el 13% del total mundial -unos 25 millones- de los cuales el 50% son mujeres. Dos tercios de ellos envían dinero periódicamente a sus países, por lo general en transacciones de 100 a 300 dólares. Según el Bando Interamericano de Desarrollo (BID), los migrantes de dicha región enviaron un récord de 53.600 millones de dólares en el 2005.



Justamente, en nuestra región, cerca de 3 millones de personas se desplazan de un país a otro. Argentina, Costa Rica, Venezuela y Brasil se mantienen como los principales destinos de la migración intrarregional, pero desde mediados del los noventa, Chile aparece entre las preferencias.



En nuestro país, los migrantes apenas representan el 1,6% del total de la población nacional, cifra ínfima si la comparamos con USA o Europa. Sin embargo, la ausencia de una ley de migración moderna e inspirada en la protección de los derechos humanos, hace de nuestro país un escenario adverso -principalmente para las mujeres-, a pesar de contar con buenas condiciones para desarrollar una política pública eficiente.



En efecto, a nivel mundial son cada vez más las mujeres que dejan sus países de origen para buscar mejores oportunidades laborales, pues en su mayoría son jefas de hogar. En Chile esta tendencia también se ha acrecentado, pues si bien no somos los primeros de la lista, las mujeres andinas (Ecuador, Perú, Bolivia y Argentina) nos prefieren por la cercanía geográfica.



Esta feminización de la migración tiene especificidades asociadas a las transformaciones económicas, la reestructuración de los mercados laborales y la consolidación de redes sociales y familiares. Cada vez más, las mujeres migran solas -tomando distancia de la migración de acompañamiento de sus parejas- y reditúan más que los hombres a sus familias. En esto, las remesas juegan un importante papel en el nivel y distribución del ingreso de las familias receptoras. De acuerdo al último Estado Mundial de la Población de Naciones Unidas, en 2005 las remesas ascendieron a 232.000 millones de dólares estadounidenses, de los cuales el 71% llegaron a países en desarrollo.



Si bien las sumas totales enviadas por las mujeres son menores a las enviadas por los hombres, los estudios hacen notar que «las mujeres envían una mayor proporción de sus menores ingresos a sus familias». Habría que agregar que lo hacen de manera mucho más regular. Hay que entender que las remesas no son sólo aportes monetarios, sino también sociales; es decir, ideas, comportamientos, identidades y el capital social que fluye desde las comunidades de destino hacia las de origen y viceversa. Son bienes intangibles que acompañan los flujos transnacionales de personas y dinero. De allí la necesidad recíproca de lograr mayores grados de integración.



Para muchas mujeres, la migración significa la apertura hacia un nuevo mundo, en el que esperan vivir con mayor igualdad. Para los países de origen y de destino, su contribución, llámese económica, social o cultural, puede transformar la calidad de vida de las comunidades. Sin embargo, la migración también tiene un alto costo.



Fácilmente, se ven atrapadas en una lógica de sobrevivencia, sin capacidad de reconocerse a sí mismas como sujetos de derechos y deberes. La tendencia es que ingresen a trabajos informales, sin contrato laboral, con extensas jornadas laborales y expuestas a humillaciones y abusos. Esto se traduce en un círculo vicioso de trabajo informal-indocumentación perpetuando su vulnerabilidad. Digamos que la amnistía migratoria, decretada recientemente por el Gobierno de la Presidenta Bachelet, viene a solucionar en parte la situación, pero no de manera definitiva.



Lamentablemente, la ausencia de una política coherente no hace más que acentuar conductas y actitudes discriminatorias. Como es sabido, la xenófobia y el racismo, sobre todo hacia los andinos, se ha vuelto una práctica cada vez más común en nuestro país. Pues claro, «el amigo cuando es forastero» es bienvenido si es blanquito y de ojos claros o cuando se trata de inversiones de capital.



Una muestra de esta discriminación es la baja contratación de mujeres migrantes en sectores productivos. La mayoría de ellas, a pesar de su alta escolaridad, estudios superiores o calificación, termina trabajando en el espacio doméstico, incluso con restricciones que las chilenas no aceptarían. Efectivamente, la necesidad de sobrevivir las expone a malos tratos, menoscabo y descalificación racial tanto por parte de empleadores, funcionarios públicos y gran parte de la sociedad.



Pero en ello también influye la opinión que instalan los medios de comunicación al sesgar y desinformar sobre el tema. Se argumenta que estaríamos frente a «oleada migratoria» desde los países andinos, que los migrantes restan oportunidades laborales, que son pobres o delincuentes o queÂ…son tan distintos a nosotros.



Las malas condiciones laborales y la xenofobia, entre otros factores, contribuyen a que las mujeres migrantes no tengan reales oportunidades de integrarse a la sociedad chilena. Sus redes sociales están limitadas a su familia, cuando la tienen acá, a las vecinas de su misma nacionalidad y a las actividades colectivas que sus comunidades propician. Como dato, en los talleres de acompañamiento psicosocial que el Instituto de la Mujer está realizando con mujeres migrantes latinoamericanas, pocas de ellas se conocían con anterioridad, lo que muestra el aislamiento en el que viven.



También incide la responsabilidad de ser el principal ingreso familiar. Para ello trabajan largas horas, incluso los fines de semana, o bien toman trabajos extras. Si sumamos la culpabilidad que sienten por haberse separado de sus hijos, tenemos que las mujeres migrantes, por las condiciones que enfrentan en Chile, exacerban este rol y no se permiten autorrecompensas. Sin duda, los costos personales de la migración son profundos e insoslayables, pero los países receptores pueden definir qué postura sumir. Definitivamente, la indiferencia no es la mejor política.



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Carmen Torres. Directora Ejecutiva. Fundación Instituto de la Mujer

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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