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Sobre memoria, verdad y justicia


En una interesante columna dedicada al centenario de la matanza en la escuela Santa María de Iquique, publicada por este medio el pasado viernes 21 de diciembre, la profesora Patricia Albornoz sostiene que la memoria histórica sirve para que el pasado «no vuelva a ocurrir «nunca más»», para que hechos como estos «no se vuelvan a reiterar», para que el olvido no nos condene a «repetir la historia». Luego señala que «la verdad y la justicia van de la mano» y constituyen «un pilar para aportar a una reconciliación».



Sin embargo, discrepo rotundamente que la memoria tenga como propósito evitar que la historia se repita. Si por las leyes de la física se ha comprobado que los hechos no se repiten y si tomamos en cuenta que toda historia es interpretación dentro del contexto en que tales hechos se producen, parece de Perogrullo sostener que el pasado «nunca más» se repite. Y en ese sentido, es muy probable que el objeto de la memoria más bien consista en mostrar, sin necesidad de de-mostrar, las catastróficas consecuencias que los pueblos sufren cuando optan por estilos de vida basados en el privilegio, la intolerancia, la exclusión, el arbitrio de los gobiernos, el enfrentamiento irracional, entre otros males cuya historia, insisto, jamás se repite.



Asimismo, no logro compartir la idea de que la verdad y la justicia vayan de la mano. Verdad y justicia, al igual que verdad y compasión o justicia y benevolencia, son valores que en determinadas circunstancias pueden colisionar. Así por ejemplo, la pura vía judicial para buscar la verdad en los casos por violaciones a los derechos humanos perpetrados durante la dictadura militar y, muy especialmente, para sancionar a los responsables, puede constituir un fatal desincentivo para que determinados ex-colaboradores de ese régimen digan la verdad sobre el destino de los detenidos desaparecidos.



No debemos olvidar que la principal demanda de los familiares de las víctimas de desapariciones forzadas es saber «dónde están» sus seres queridos, y si hay un 90% de casos en los que todavía se ignora su paradero, si las investigaciones judiciales (propias del antiguo sistema procesal) son lentas y si recordamos que muchos de quienes tuvieron información relevante han fallecido y otros que aún la tienen pueden morir en cualquier accidente, ¿no será demasiado alto el precio del gran bien de la justicia tomando en cuenta la enorme cantidad de casos en los que todavía impera la falta de acceso a la verdad?



Con esto no quiero decir que debamos renunciar a la justicia, pero estimo que ésta debiera ser ponderada con soluciones políticas para dar una mayor eficacia a la búsqueda de la verdad. Y si a esto agregamos la grosera disparidad de criterios que han adoptado los tribunales superiores en este último tiempo, jugando ellos un rol de mediadores políticos que no les corresponde, al dictar sentencias con el ánimo de favorecer «equitativamente» a ambas partes, poniendo en jaque la seguridad jurídica en casos tan graves como son los crímenes de lesa humanidad, no es necesario ser genio para deducir que el camino judicial es manifiestamente insuficiente.



Por último, es probable que la verdad y la justicia sean «un pillar para aportar a una reconciliación», pero ¿es posible alcanzar esa reconciliación, sobre todo entre víctimas y victimarios de la tortura? Todavía recuerdo aquel primer año de la democracia, cuando muchos pregonaban que todos debíamos darnos un fraternal abrazo para que la nueva institucionalidad empezara bien desde «fojas 0». Siempre dudé que ello fuera posible y la historia posterior confirmó mi escepticismo: la enorme trifulca suscitada por la detención de Pinochet en Londres y algún escándalo no menor con ocasión de su fallecimiento, no me hacen menos que pensar que la reconciliación, después de tanta hostilidad, tantos vejámenes y tanto sufrimiento, constituye una empresa quijotesca.



¿Por qué en lugar de reconciliación no proyectamos algo más modesto, pero tal vez más digno, como esa pequeña gran virtud llamada tolerancia, de la que tanto carecemos los latinoamericanos, y cuya ausencia ha sido la principal fuente del autoritarismo, el caudillismo militar, el terrorismo de Estado, la insurrección armada, el machismo, en fin, de todo esto que forma parte de la ignominia de nuestro subdesarrollo?





Eduardo Saavedra Díaz, abogado

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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