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Jota Eme, in memoriam


Al mirarlo de cerca (tuve la suerte de entrevistarlo) uno tenía que preguntarse cómo un tipo tan refeo podía haber sobrevivido en la televisión por tanto tiempo. Oyendo su timbre de voz algo chillón, el asombro crecía. Con esa vocecilla atiplada y su perfecta cabeza de huevo con bigote, Jota Eme no sólo triunfó en la pantalla chica, sino que se mantuvo como presencia constante en la radio chilena. Desde siempre, en la memoria de varias generaciones.



Julio Martínez llegó a ser parte del paisaje de Chile, un elemento más de lo que consideramos nuestro, de lo que nos constituye e identifica. El secreto de Jota Eme es difícil de descubrir, pero él mismo da la pista en el famoso discurso de la primera teletón, cuando confiesa: «soy muy sensible y tal vez por eso ustedes me quieren, y yo a ustedes». Se trata de una declaración extraordinaria, porque nace de la convicción de que existe un cariño mutuo entre él y su público. Nadie se atreve a hacer eso entre los comunicadores chilenos. Don Francisco, genial como es, jamás se atrevería a expresar la certeza de que el público lo quiere, aun si fuera cierto, como tampoco lo harían Carcuro ni Solabarrieta, starlets en una galaxia inferior. Jota Eme fue un populista absoluto, un Evita Perón de los micrófonos.



La clave es que Jota Eme era impúdico—no tenía pudor con los sentimientos, fue siempre un sentimental confeso, un eminente sensiblero que le sabía dar el toque preciso de empatía a todo lo que comentaba. Fue un maestro del lenguaje que no despreciaba ninguna expresión, por manida que fuera. Un lugar común, en la voz genuinamente emocionada de Julio Martínez, adquiría nuevo lustre; era como si alguien lo dijera por primera vez. Podía decir, sin ninguna originalidad «Se alza un imponente plenilunio sobre la majestuosa cordillera de los Andes», y era como ver el espectáculo electrizante de un Estadio Nacional repleto hasta las banderas, y en el fondo las montañas iluminadas de azul, la luna llena fulgurando sobre el césped fresco de la cancha recién marcada, y era estar allí aunque uno estuviera muy lejos.



Hace más de diez años entrevisté a don Julio, a la salida de su programa radial del mediodía. Estaba escribiendo mi novela sobre el boxeador Arturo Godoy, a quien Jota Eme había conocido muy bien. Estaba tan nervioso de tener su pelada mítica, llena de pecas, tan cerca, que no apreté bien el botón «record» de mi grabadora. Cuando me di cuenta de que había perdido la entrevista, usando mis apuntes y la memoria, traté de reconstruir las palabras de Jota Eme, su particular ritmo, la impronta característica y sutil de su lenguaje. Le envié copia de la imitación literaria al mismo Jota Eme, pidiéndole correcciones. Con gran gentileza, me la devolvió sin marcas, con una nota que decía: «Exactamente como lo habría dicho yo. Con eso le digo todo». Mentira, él lo habría dicho muchísimo mejor, pero Jota Eme no podía ser Jota Eme sin la enorme, infinita, galáctica generosidad que desplegó igualmente en momentos privados como ése y en aquéllos en que todo Chile estaba pendiente de la bellísima fealdad de su palabra.



Sin Julio Martínez, Chile es un poquito menos. Con eso le digo todo.



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Roberto Castillo Sandoval es escritor y académico

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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