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Harapos


Sacudidas y respingos producen algunas llamadas telefónicas aunque lleguen en plena luz del día.



Robert es un ex amigo cuya amistad murió de muerte súbita. Como mueren muchas. Ahora, al cabo de infinitas lunas, se le ocurre llamar. Ni siquiera sé cómo ha logrado el número. Tal ha sido mi sorpresa, tan inesperado el asunto, tan tremenda la circunstancia. Ha llamado para despedirse, se ha cansado de vivir.



Antes del telefonazo estaba metiéndome donde nadie me llama; quiero decir, contando frivolidades electorales. Por ejemplo, lo aburrido aburridísimo que resultan los debates de republicanos y demócratas en la carrera hacia La Casa Blanca. Hillary, que había encandilado a medio mundo años ha, posando vestida de negro riguroso, tumbada cual odalisca para Vanity Fair, fantástica, relajada mientras Bill cometía pecadillos y el otro resto del mundo se rasgaba las vestiduras del escándalo. Aquella mujer imbatible, arrolladora está ahora, me parece a mí, convertida en esfinge. Conservadora, legalista, timorata, fría. Predecible. Sin brillo, sin luz propia.



Para qué mentar al resto que también hablan más de lo mismo. En estos momentos no puedo deshacerme de otros presagios. Me ocupan otros temas. Vivencias no tan lejanas, a jirones como harapos.



Robert, no se llama Robert pero es un nombre que da para mucho. Sirve para la ocasión. A lo mejor un espía no podría pasar a la historia llamándose así, Bob, Bobby, Robertito. Tito. Imposible. No es que tenga algo en contra, Dios me libre. Los diminutivos me dan dentera, eso es todo.



Roberto tenía gancho, decía la gente. Nunca fue mi tipo y probablemente tampoco yo el suyo, lo que evitó de principio a fin, sinsorgadas inútiles. Se parecía como dos gotas de agua al actor ruso Innokenti Smoktunovksy, aquel que hizo un Hamlet memorable. Pero claro Innokenti era Innokenti y en la inevitable comparación no había donde perderse.



Sin embargo, Robert presumía de hacer estragos, de tener por sus desvelos a varias al borde del abismo. A saber qué les diría a la luz de las velas o entre las sábanas. Describía con todo lujo de detalles escenas de pasión centradas en el gesto de la amante. Mujeres atribuladas, muy solas. También se rodeaba de muchachos jóvenes distorsionados.



Le gustaba dejar flotando una intriga en el aire desde el primer día. Como si tuviese un secreto que le protegía o serviría de parapeto. Conocí a varias confusas a la deriva entre las redes perversas del bello, como perversas eran sus relaciones íntimas.



Una vez, haciendo gala de su arte persuasivo, convenció a una hermosa jovencita colombiana de ojos muy negros y pelo oscuro como la noche oscura, de su parecido con Marilyn Monroe. Juraba ser su reencarnación.



Se llamaba Luzdivina, era muy, muy chiquita, un poco zamba, el reverso de la medalla de Norma Jean. La recuerdo contoneándose por el Boul. St. Laurent algunos metros delante de Robert que la miraba baboseando, mezcla de burla y de lascivia.



Así, día tras día, ella caminaba, él la miraba a la distancia, escondido en los portales. Oh, placer inusitado, éxtasis absoluto, decía. Andar bien con tacones altos es todo un ritual. Si además hay que añadirle garbo y salero a la caminada son palabras mayores. Si encima hay que cumplir ambos objetivos a menos veinte con nieve hasta las rodillas encaramada en unas botas de vértigo, con lentillas azules, peluca rubia, apenas abrigada, faldas al viento helado de Enero en Montreal, la aventura se convierte en vía crucis.



No sabiendo que pensar, pensé entonces que una conducta tan hierática obedecía a otra extravagancia de Robert, que era un juego, una broma, el campanazo a medio filo entre la fantasía y lo que bien podía resultar el reflejo fiel de su tortuoso ser.



Y eso le pasó a la arrebatada Luzdivina. Que de repente cayó de la higuera. Y se cabreó. Se cabreó mucho, harta al fin de calentones inconclusos, palabras al viento y no pocos orgasmos telefónicos, sublime capricho de su inventor. Fue tanto el cabreo que se presentó en casa del pedigüeño una noche mientras él se solazaba entre velas y vapores. Entonces, allí mismo, sin decir agua va, Marilyn tomó al burlador por brioso corcel y cabalgó, cabalgó, cabalgó dándose una alegría bien dada al cuerpo, por primera vez a pelo.



Parece que la cabalgada fue de antología, desquitándose así de bamboleos y desequilibrios, de las lentillas azules, del mirar entre pestañas, de la peluca rubia, del lunar pintado junto a la boca, de las conversaciones jadeantes, de todos los coitus interruptus. De haber sido una Barbie desechable.



Después de haber quedado como nueva, se pintó los labios de azul radiante, se vistió de oso polar y se despidió con un Happy Birthday Mr. Bobby, susurrado con la carga explosiva de una bomba de profundidad.



Nom de Dieu, nom de Dieu! contaba Luzdivina a los cuatro vientos que clamaba el enjabonado doncel chapoteando entre agua y cera sin acertar a salir de la bañera.



Conozco lo que estoy escribiendo de primera tinta. Conservo la carta de ella antes de marchar a Bogotá y en la memoria guardo el tono iracundo de mi ex amigo mientras juraba venganza contra la despiadada amazona.



Después Robert se fue hundiendo en terrenos mucho más pantanosos o tal vez siempre estuvo allí y no me di cuenta cuando todavía era un hombre de conversación interesante, a ratos genial, excelente su sentido del humor. Fuimos excelentes amigos y triste tener que dejar de serlo. Fue tan brutal el porqué, que pareciera delirio.



Ahora vuelve a decir que no quiere vivir más, que tiene una pistola apoyada contra la sien; se lo había oído otras veces en el pasado y otras tantas había coqueteado con la muerte. Hoy sonaba a fatalidad.



Le he dicho que no me importa, que simplemente cambie el pistoletazo por el morir estilo Petronio, y sin avisar.



Merde!



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Begoña Zabala es escribiente y reside en Montreal, P.Q.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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