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Patricia Verdugo, siempre presente


La sonrisa de Patricia Verdugo siempre me llamó la atención, porque transmitía al mismo tiempo una gran vitalidad y gran tranquilidad. No siempre es fácil conciliar la intensidad vital con la paz interior, pero ella lo lograba, o por lo menos lo transmitía. Eso se ve en sus fotografías pero más se siente en su escritura, en la textura de su obra periodística o en la redacción gentil y directa de un simple e-mail.



A su padre lo ahogaron con el infame «submarino» (la misma «técnica» brutal que los gringos hoy llaman waterboarding para no decirlo por su nombre) y después fueron a tirar su cuerpo al río Mapocho. Desde esos años tan negros, cuando poca gente se atrevía, Patricia Verdugo empezó a trabajar para dejar establecida la verdad de lo que estaba pasando en Chile.



Esta periodista fue una de las primeras voces en referirse a los detenidos desaparecidos en Una herida abierta (1979), complementada más tarde con Tiempo de días claros (1990). Investigó los casos de André Jarlan, en André de La Victoria (1985) y de Rodrigo Rojas DeNegri y Carmen Gloria Quintana en Quemados vivos (1986). En 1989 publicó su obra más conocida, Los zarpazos del Puma, lectura esencial para todo ciudadano, donde establece la base de evidencia acerca de la Caravana de la Muerte, tarea que completa con Caravana de la Muerte: pruebas a la vista (2000). En Bucarest 187, Patricia Verdugo demuestra un manejo estilístico notable que informa al lector y al mismo tiempo ofrece una reflexión acerca de las múltiples consecuencias del régimen de terror y violencia de la dictadura. Parte de su obra esencial es De la tortura (no) se habla 2005), una compilación estremecedora de testimonios y análisis sobre la práctica programada de la tortura en Chile.



La fachada externa de serenidad y el estilo conciso y riguroso de su prosa escondían el daño que le había causado el crimen de su padre y sobre todo la conciencia cada vez más nítida de que la justicia chilena no había estado a la altura de las circunstancias. También sufrió la desilusión de constatar cómo los gobiernos democráticos preferían privilegiar sus miopes análisis de coyuntura ante el imperativo moral de hacer justicia, con esa frasecita mísera de «en la medida de lo posible».



Patricia Verdugo contaba que cuando los jueces de la Corte Suprema declararon a Pinochet inocente de los crímenes de la Caravana de la Muerte ella lloró por largo tiempo, pero que después de las lágrimas, como siempre, juntó fuerzas para seguir adelante. Su ausencia se hará notar, pero queda el consuelo de su ejemplo y el generoso legado de su obra escrita, el archivo imprescindible para conocer quién es quién y para vislumbrar los contornos de la historia común que tenemos por delante.



Roberto Castillo Sandoval es escritor y académico

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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