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Bucarest y los dolores de Patricia


Cuando la tarde del lunes 14 me llamó Rodrigo Orellana, editor de El Mostrador.cl, para pedirme una columna sobre Patricia Verdugo, simplemente le dije, «No, no soy capaz». Pocas veces me había ocurrido algo así: quedar en blanco, sin palabras, ante un acontecimiento. Pero esto me sobrepasaba.



Sentarme a escribir sobre la amiga muerta era inabordable en ese momento. Sobre todo después de saber que los límites extremos del sufrimiento se las arreglaban, como en una tragedia griega, para rodear y envolver -una vez más- a su familia: Diego Marín su segundo hijo, quiso ir, junto a su novia Carla Ríos, a buscar ropa a su casa para quedarse en el Hospital Clínico de la Universidad Católica esa noche del domingo 13; pensaba acompañar a su madre agónica. En la rotonda Atenas, un accidente automovilístico puso un epílogo fatal a esta historia, superando lo que la imaginación podría crear. Carla murió en la Clínica Alemana, una hora antes que Patricia cerrara los ojos. Esta vez, ella no supo de ese último dolor.



Su familia y sus amigos habíamos tenido tiempo para preparar el ánimo -si es que eso se puede «preparar»- frente al inminente final de Patricia Verdugo Aguirre. Y como señalaron su hijo mayor Felipe Marín y el padre Percival Cowley en la misa de despedida, ella murió en paz.



Pese a la dura resistencia que opuso a su cáncer vesicular, era claro que no había recuperación posible. Sus «cartas redondas» -como ella las llamó- en las que nos daba cuenta detallada a través del mail de sus tratamientos y estados de ánimo hablan de ese temple que Patricia Verdugo siempre manifestó ante las diferentes circunstancias de una existencia sembrada de acontecimientos dramáticos.



Hace un mes, en la última de esas cartas a sus amigas y amigos, comunicaba que había estado «dos semanas fuera de circulaciónÂ… Ä„en la clínica!» En realidad, había permanecido ese tiempo en estado de coma. Según ella, esa misma situación la había llevado a viajar por su vida y a darle las claves de por qué tenía ese cáncer. «Y eso puede ayudar a curarlo», decía, sin abandonar la remota esperanza.



En verdad, si el cáncer tiene que ver con los dolores y angustias, con los infiernos de cada uno -como se viene sosteniendo-, ciertamente Patricia podría haber dado con esas claves. Desde sus tiempos de madre joven su vida estuvo marcada por el dolor, el que fue venciendo paso a paso, con una energía notable que le daba fuerzas para construir nuevas realidades. Una manifestación de rescilencia -como se dice hoy- pocas veces vista.



Un día de 1971, Edgardo su primer hijo, murió después de una operación. Tenía poco más de un año. Vinieron después otros dos niños, Felipe y Angela. En febrero de 1975, cuando trabajábamos en la revista Ercilla, la escena se repitió: la niñita -de apenas dos años- dejó de respirar. Muerte súbita fue el diagnóstico. Patricia no claudicó y, desafiando el natural temor, fue madre años más tarde de Diego, a fines de los ’70 y de José Manuel, una década después en el fragor de los años ’80.



En otra dimensión, en julio de 1976, sobrevino para ella un quiebre brutal. Una tarde de ese invierno su padre, Sergio Verdugo, no llegó a su casa, en la calle Bucarest, a unos pasos de Providencia. Constructor civil de profesión, trabajaba en la Sociedad Constructora de Establecimientos Educacionales, donde presidía el sindicato de empleados de la hoy desaparecida entidad pública. Su cadáver fue encontrado en el río Mapocho.



Recuerdo con horror las conjeturas que se hacían y la impotencia frente a las versiones que trataban de hacernos creer: que se habría suicidado, que se habría ido con otra mujer, abandonando a la señora Carmen y sus hijos… Pocos creían que se trataba de un crimen político, en esos tiempos tenebrosos de dictadura y servicios de seguridad. «No, si es democratacristiano, si no tiene el perfil para ser asesinado», escuché decir a más de alguien, por esos días en que la incredulidad sobre la barbarie implantada por Pinochet y sus secuaces era parte de nuestro entorno.



Incluso en su propia familia, fracturada por el impacto del golpe militar, Patricia tuvo que encarar discusiones y desilusiones. Un tío y un hermano vestían uniforme del Ejército.



Los horrores que ocurrieron a partir de ese septiembre del ’73 y el compromiso de Patricia cada vez más profundo con la defensa de los derechos humanos y la lucha contra la dictadura la alejaron de quienes defendían el régimen.



Su intuición, la confianza en su padre y la perseverancia a pesar de los pesares, fueron las guías que la llevaron a las pistas certeras, mientras aplicaba sus conocimientos y métodos de la gran periodista que fue. Sin embargo, para esclarecer los hechos tuvieron que pasar años y décadas de constante lucha y dolor. La obsesión no la abandonó hasta llegar a la verdad sobre el caso, tal como la relata en su libro Bucarest 187, publicado en 1999.



«Quiero invitarlos a leer esta historia de amor y de fe en la vida. Una historia que se entrelaza con la de mi país, conformando ese amasijo de alegrías y dolores, grandezas y miserias, lealtades y traiciones que todos llevamos dentro». Es la invitación que la propia Patricia escribió para la contratapa de ese libro. Una obra -que no suele ser tan citada como Los Zarpazos, la Herida Abierta, o Quemados Vivos- que nos aproxima a Patricia Verdugo como ninguna otra.



Bucarest 187, quizá sin proponérselo y sin imaginar que su vida sería cortada prematuramente, fue un anticipo de Memorias inconclusas, donde la autora entrega esas marcas dolorosas. Las claves de su existencia. Y tal vez de la fuerza que desplegó a partir de ellas.



* María Olivia Mönckeberg es periodista, escritora y profesora de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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