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Delito Nefando


La vida no es fácil en Chile para quienes tiene preferencias sexuales distintas a las que «Dios manda». A pesar de los cambios culturales verificados en el país, toda minoría es sometida a un trato desdeñoso, ya sea invisibilizándola o amedrentándola con leyes pinochetistas. Vemos que el pretendido 13% de pobreza dura es tan «bajo», que es completamente ignorado cuando se hablan de los triunfos económicos, que mapuches son condenados por la ley antiterrorista y que las personas afectas a su mismo sexo, son discriminadas por medio de una legislación que raya en la homofobia.



Las reivindicaciones sexuales han estado a cargo, desde la dictadura, de grupos comprometidos con los derechos humanos, como el Movimiento de Integración y Liberación Homosexual (Movilh), que en 1998- tras casi una década de democracia- logró derogar el articulo 365 del Código Penal, donde se castigaba la sodomía, es decir, las relaciones sexuales entre varones adultos y de mutuo consentimiento. Pero aún queda pendiente la derogación del artículo 373, referido a las «ofensas a la moral y las buenas costumbres» que avala la detención de gays, lesbianas y transgéneros e incluso de heterosexuales en actitudes amorosas en la vía.



Esta ley fue creada en 1974 y no define qué es la moral y las buenas costumbres y cuándo éstas son ofendidas, quedando la decisión al (des)criterio de los carabineros. Situación del todo preocupante.



En diciembre del año recién pasado ingresó al Congreso un proyecto para derogar esta decorosa ley dictatorial- una más de las que plagan nuestra «renovada» Constitución- de la mano de la diputada María Antonieta Saá (PPD), y que impulsara el Movilh y la Federación Chilena de la Diversidad Sexual (Fedisech).



La ofensa a la moral y las buenas costumbres es el único delito donde se registran más detenciones que denuncias y casi la totalidad de éstas se efectuó que sin nadie, más que el «pudoroso» carabinero, se sintiera ofendido, ya que en tribunales el 99,73% de las personas arrestadas en virtud de este artículo fueron liberadas por falta de mérito.



Contrariamente a los esfuerzos de movimientos homosexuales, la sociedad asimila de manera real los derechos sexuales. La creciente espectacularización de la condición homosexual en los medios de comunicación de masas y el valor comercial que comenzó a implicar la llegada del destape -bares, discotecas, portadas de revistas, músicas, y en definitiva, modas-, son las únicas formas de integración existentes.



Se instrumentaliza la condición sexual para obtener un nicho comercial sin reconocer que deben existir garantías legislativas y culturales para el libre desarrollo de lo que en modestia llamamos «vida». Esta situación es tan evidente que Alejandro Fernández, nieto de Salvador Allende, tras su estadía en Chile, decidió emigrar a Nueva Zelanda, para vivir sin karmas insólitos, propios de una sociedad medrosa, inmadura y capitalista en donde el que paga puede recluirse en algún antro «desviado», o identificarse con el que por un «hechizo» se ha transformado en mujer, pero que continúa siendo el exitoso profesional, buen mozo y trotamundos protagonista de la teleserie de moda.



Desde principios de los ’90, las «otras» sexualidades han salido del clóset para ventilarse en los medios, dejando claro sus clasificaciones e innumerable gama de estilos. Una taxonomía intrincada, que, aunque parezca ridículo, sigue con los parámetros patriarcales, clasistas y sexistas. El homosexual de origen masculino, profesional y joven, denominado gay, genera una mayor aceptación social, mientras que el homosexual marginal, sin educación, o de procedencia femenina, se mantiene sometido a restricciones culturales y sociales críticas.



Vladimir no es un gay porque es pobre y trabajó años como travesti callejero. Tiene un ojo de vidrio, porque se lo sacaron unos «cabros homofóbicos», varios cortes en las costillas y hasta una cicatriz en la yugular. Ciertamente su fisonomía no le permite sacar un buen precio por sus prestaciones, así que decidió dejar el «callejeo» y montar su puesto de verduras. Le han pegado uniformados casi tantas veces como han consumido sus servicios. Incluso, la ruptura con su marido de toda la vida fue porque él pilló a Vladi «in fraganti haciéndose chupete a un marino jovencito».



El estudiante de arte me dice que está «cachando» que le gusta darse «patos» con el barman del local nocturno más famoso, antro icono de la diversidad sexual en Valparaíso. Sus padres no saben de estas preferencias sexuales, pero salió a mochilear con un amigo en el verano con el permiso de ellos. «Mi papá es súper homofóbico, yo creo que se enojarían conmigo, yo no quiero que sepan, primero voy a cachar».



Y su temor es comprensible si consideramos que la justicia moderna tal como en el siglo XVI, sigue condenando por «delito nefando» a los homosexuales. Otrora a la hoguera en Paicabi, actualmente a la recriminación social e inhabilidad para el matrimonio, los cargos públicos, la maternidad e incluso las demostraciones de afecto en el manoseado «espacio público».



Víctimas bulladas de esto han sido, paradójicamente, los jueces Calvo y Atala, quienes son un paradigma de los tiempos «progresistas» que experimenta el mundo «homosexual» que se asume en Chile. No es raro entonces, encontrar personas que dan un giro a su vida y se «reivindican» con la sociedad, asumiendo las «buena costumbre» de ser hipócrita, el indiscutible código que rige nos rige.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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