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Anticomunismo, la enfermedad senil del capitalismo


Pareciera que los comunistas, en países de anticomunismo radical como Chile, recobran importancia cuando mueren. Chile sometido al adagio de la Guerra Fría «better dead than red», que rima en inglés, en castellano no tanto: «mejor muerto que rojo». La idea central de la Guerra Fría es bueno recordarla y consiste en la destrucción de imágenes.



El escritor estadounidense Gary Wills ha señalado que «matar por una idea es la peor forma de matar, es un asesinato ideológico». He escuchado que en el adiestramiento militar en esta parte del hemisferio occidental se usan todavía consignas anticomunistas. Ojalá sean exageraciones.



Así como la doctrina de seguridad global en boga (y de siempre) contiene la idea de las células dormidas de insurgentes que pueden reactivarse, el anticomunismo en Chile se reactiva. Ocurre en extraña sincronía con una acumulación de situaciones no resueltas sobre derechos humanos.



Por ejemplo, personas vinculadas a casos de violaciones a los derechos humanos que permanecen en la administración pública o en el Ejército, como ocurrió con el general Gonzalo Santelices, que admitió haber trasladado en 1973 víctimas de la Caravana de la Muerte.



En América Latina no es un caso aislado. Probablemente Néstor Kirchner sea el único mandatario en la región que se atrevió a desactivar violadores de derechos humanos aún enquistados en el aparato estatal.



Una antropóloga brasileña exiliada en África me ha dicho que no regresa a su país hasta que salgan los torturadores de la administración del Estado. Si sucede en Brasil, no tiene por qué no suceder en el resto de los países que tuvieron dictaduras militares.



En un trabajo para el Instituto de Estudios Estratégicos (SSI) del Departamento de Defensa de los EEUU, S. Metz y R. Millen exponen aspectos de la estrategia moderna contra la insurgencia global y local. El enfoque es «holístico en las dimensiones, integrador en los estamentos, y político con un acento en la prevención, donde la lucha ideológica es central».



Al marxismo, sostienen, hay que combatirlo porque tiene «esa seducción para articular descontentos sociales y de allí empalmar con el clima de insurgencia» que se construye. «La desactivación de voces con credibilidad y legitimidad es el comienzo de una lucha que es larga (Â…) se les debe impedir (a los que propagan la insurgencia) posicionarse con el público».



La muerte de Volodia Teitelboim, que en su esencia era marxista, sirvió para detectar cuán intactas están las bases del macartismo y de la Guerra Fría, representadas por el anticomunismo de un obediente Ejército de ex comunistas transformados en sirvientes del gran capital.



No son muchos, pero son fundamentalistas del anticomunismo y han hecho una escuela del oportunismo. No pierden la ocasión de renegar el marxismo que los hizo -en una parte importante de sus vidas- posicionarse en estructuras de poder local e internacional.



Vivieron en China, Albania, Cuba, la ex URSS, la ex República Democrática Alemana y el resto de ese mundo llamado socialista, obteniendo oportunidades de por vida. Para algunos fue el encuentro con el cosmopolitismo y una idea del universo.



Conservando el estilo de la fuerte raigambre estalinista que los caracterizó cuando eran jóvenes comunistas, y no tan jóvenes cuando escalaban en la jerarquía, este contingente hace catarsis con la idea que los decepcionó hablando en contra del Dios que les falló.



En su calidad de maestro, Volodia los había acogido cuando se formaban, los escuchaba y muy probablemente se sirvieron de esa bonhomía para escalar en la burocracia de izquierda. Ahora son paladines del tipo de democracia que comienza a ser rechazada inclusive por los mismos dueños del gran capital, porque no les sirve. Está por verse donde están sus lealtades.



El epítome de esta forma de hacer política está representado por los ultra neoconservadores que se insertaron en las redes del poder en los EEUU, muchos de ellos izquierdistas desencantados del socialismo que representaba la ex URSS.



En un ambiente infectado por la corrupción, la legión de ex comunistas e izquierdistas de turno, haciendo catarsis de su error histórico por no haber sido rentables mucho antes, intentan reconstruir la imagen de Volodia.



Pero en cambio retratan por qué Chile y varias zonas de la región tienen el sistema político que tienen: un engendro anticomunista. Pueden que se den cuenta que eso no le hace bien a nadie, pero es rentable. Es la enfermedad senil del capitalismo.



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Juan Francisco Coloane, sociólogo


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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