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Las aguas no son culpables


Las aguas no son culpables
Por Patricio Herman y Jorge Cisternas*



Nuevamente volvemos a la mortificante rutina de las inundaciones y avalanchas en nuestra saturada ciudad capital. Gran parte de la catástrofe se debe, además de la falta de previsión, a la obsecuencia de autoridades irresponsables que han procedido con servilismo ante las presiones de intereses privados que se han encaramado en la precordillera, a sabiendas que las aguas, necesariamente cumplen con la ley, pero con la ley de gravedad. Estas mismas autoridades tampoco han sido capaces de exigir al sector inmobiliario las obras de conducción de las aguas lluvias en los nuevos sectores urbanos con la estúpida idea de que ello encarecería los proyectos, perjudicándose a la clase media (muletilla recurrente).



Si nos damos cuenta, ninguna de las zonas normalmente afectadas corresponde a desarrollos urbanos de data superior a los 80 años. Hasta los inicios del siglo pasado, existía plena conciencia de las condiciones del suelo en nuestro valle. El emplazamiento de las construcciones no se hacía sobre las áreas de escurrimiento y drenaje de aguas lluvias, que correspondían a las zonas más bajas que estaban en continuidad oriente-poniente de las salidas de las quebradas de la precordillera o en las zonas bajas aledañas a los ríos Mapocho y Maipo. Los problemas con las inundaciones del centro de Santiago se habían solucionado con el encajonamiento del río y la construcción de una excelente red de colectores de aguas lluvias.



Una clara demostración de las previsiones del pasado, es el hecho de que la mayor parte de los suelos comprendidos entre la salida de la quebrada de Ramón y el Canal San Carlos, hasta hoy día no tienen uso residencial. Solo lo tiene el estrecho paño comprendido entre el Parque Intercomunal de La Reina y el Country Club, debido a que algún alcalde negligente, no sabemos en qué momento, permitió que se urbanizara lo que era un parque inundable natural.



Similares historias urbano-ambientales tenemos en diversas partes de la ciudad. En otras, fueron pobladores de escasos recursos, los que ocupaban los terrenos bajos de las áreas de escurrimiento o drenaje, unos en Lo Barnechea, otros en la quebrada de Macul y el zanjón de la aguada o los bajos de Pudahuel; mientras otros, los conocidos areneros, ocupaban las riberas del Mapocho en Vitacura y en Las Condes.



Fueron autoridades light las que no les exigieron a los urbanizadores que hicieran los ductos de aguas lluvias, necesarios para canalizar las aguas que contaban con menos contención por la deforestación creciente de la precordillera o menos tierra permeable para su drenaje, por la cementación del suelo urbanizado. En diversas partes más abajo de la ciudad, cada año que pasaba, se acrecentaban los caudales de escurrimiento superficial que debían soportar los habitantes de barrios de antigua data. Hasta que el gobierno central tuvo que hacerse cargo del inmanejable problema, invirtiendo grandes sumas del presupuesto de Hacienda que enteran con sus impuestos todos los contribuyentes.



El punto es que, muchas veces, autoridades irresponsables, no solo omiten tomar las decisiones normativas o administrativas que amerita el problema, sino que siguen permitiendo que desarrolladores inmobiliarios violen las normas establecidas en los instrumentos de planificación y regulación urbana. La autoridad de turno todo lo permite para no entrabar los buenos negocios de otros y porque -dicen para sus adentros- serán los sucesores en el cargo los que deberán hacerse cargo del problema, lo que tampoco sucede. Se dan el lujo de no escuchar a las organizaciones ciudadanas que majaderamente les dicen lo que tienen que hacer en función de mejorar la ciudad, pero como estas críticas no son reproducidas por la prensa dominante, no se dan por aludidos.



Es así como los urbanizadores continúan avanzando sobre cotas superiores de la precordillera, sin reponer la flora que arrancan, sin construir los ductos que corresponde. Y lo mismo pasa con los re-urbanizadores de El Golf, El Llano, Providencia o Ñuñoa, a los cuales se les permite que sus edificios destruyan los jardines y arranquen los árboles de las viviendas unifamiliares demolidas para cementar los terrenos con estacionamientos para vehículos.



Tal como señala el arquitecto Jonás Figueroa, miembro de nuestra Fundación, «los profesionales que hemos estudiado la temática sabemos acerca de la importancia de proteger una zona altamente vulnerable a los desastres naturales provocados por los fenómenos meteorológicos. La precordillera vecina a la ciudad de Santiago, constituye un dique virtual de 164 km2 que vierte sus aguas sobre la ciudad. Hechos históricos así lo avalan y por ello es necesario que aquellos funcionarios que toman las decisiones se interioricen acerca de los riesgos asociados al permisivismo constructivo. Los usos urbanos de esta zona altamente sensible, multiplicarían los riesgos a los que nos exponemos por el solo hecho de situarnos sobre un régimen natural de alta complejidad».



Las aguas que vienen de la cordillera, al no infiltrarse, causan los desgraciados aluviones, lo que todos saben, pero nadie toma las decisiones correctas. Y por ello estimamos que nada va a cambiar para mejor porque nuestros gobernantes, siguiendo las directrices de aquellos que ejercen el poder económico, continúan adorando el sistema capitalista depredador que no contabiliza los pasivos ambientales. El problema mayor lo tendremos en unos lustros más, cuando ya se haya transformado en inmanejable y ahí la naturaleza nos cobrará la cuenta. Pero será demasiado tarde.



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*Patricio Herman y Jorge Cisternas, Fundación Defendamos la Ciudad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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