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El extravío democrático


Una serie de sucesos políticos, aparentemente normales en la atmósfera preelectoral del país, constituyen en realidad signos preocupantes de extravío de los valores democráticos por parte de la elite política.



Todo sistema político sano y estable requiere que sus actores exhiban valores compartidos y la convicción de que pertenecen a un mismo espacio, donde compiten lealmente por el favor de la ciudadanía, para representarla y darle bienestar según sus creencias.



Si se analiza con atención la pugna política entre oposición y gobierno en torno a la entrega de fondos para el Transantiago, lo ocurrido en el caso de la "propuesta Pfeiffer" o la larga y ambigua negociación electoral municipal, se tiene la impresión de que lo que menos le está importando a la política nacional es la representación, los ciudadanos o los valores que sustentan nuestra vida cívica. La elite política aparece ensimismada en el crudo objetivo de vencer al adversario o superar los obstáculos a cualquier costo, aunque ello implique lesionar lo que se declara defender. Tanto en el oficialismo como en la oposición.



La postura del gobierno en torno a que Alfredo Pfeiffer integrara la Corte Suprema tiene ese sello. Porque los valores que orientan el funcionamiento de nuestro sistema democrático, incluso con las limitaciones que contiene la Constitución Política de 1980, no son negociables. Alfredo Pfeiffer puede, como ciudadano libre que es, pensar lo que desee acerca de los homosexuales, los derechos humanos o el holocausto. Pero, de igual manera, no debe ser juez del más alto tribunal de la República, pues carece del equilibrio y ponderación que la ley le exige a tan alto magistrado. Los ministros de la Corte Suprema no pueden tener un juicio distorsionado sobre derechos y garantías constitucionales que les impida actuar con equidad y justicia y, en la cúspide de la pirámide, decidir sobre los derechos de los otros.



El acto de proponer un hombre de tal perfil para integrar la Corte Suprema es un hecho difícil de explicar. Peor aún si después se defiende lo obrado y se argumenta con la existencia de un acuerdo político que debía cumplirse.



Algo similar ocurre con los fondos para el Transantiago. Pese a que gobierno y oposición dicen defender los intereses de la ciudadanía, no se ponen de acuerdo. Porque la imagen política de éxito o derrota ronda el problema. La oposición piensa que negando los fondos derrota al gobierno porque éste deberá recurrir al 2% constitucional destinado a situaciones extremas, como las calamidades públicas. Si tal realidad calamitosa es declarada por sus propios autores, se hace más probable que la Concertación pierda las elecciones. El gobierno quiere arreglar el Transantiago pero no está dispuesto a manchar su imagen tan profundamente.



Hasta donde es posible percibir, todo el mundo piensa que el Transantiago es una calamidad, y que además necesita fondos para mejorar. Y que los realmente perjudicados son los ciudadanos que usan el transporte público. Pero los votos que la derecha requiere para ganar las elecciones están precisamente en el sector de los ciudadanos más castigados por su postura de no aprobar dichos dineros. Los que niegan el dinero son parte del problema y no de la solución.



Haciendo más difuso el escenario, el país político ha terminado considerando como algo normal las eternas negociaciones electorales. Para cuadrar las alianzas, los candidatos, los votos, los cupos, los pactos por omisión, y un sinfín enorme de situaciones y conceptos que no caben en ninguna ley imaginable. Más bien es la manera chilena de interpretar la ley y hacer que ésta diga algo que en realidad no dice, o viceversa.



Es lamentable escuchar y tener que descifrar a los nuevos demiurgos de la política nacional, los negociadores, que en el fondo no son otra cosa que la expresión depurada del manejo burocrático del poder y la falta de sinceridad política.



La pérdida de los valores de orientación del sistema, de sus mecanismos de autoridad basados en la adhesión y el consenso, y su cambio por sistemas de mera jerarquía, poder excluyente, temor reverencial o simple negociación, constituye un riesgo que todas las sociedades democráticas, incluso las más maduras, experimentan en algún momento de su desarrollo. Es la calidad de sus elites políticas el capital social más fuerte que ellas pueden tener para revertirlo. Si éste falta, la manipulación y el vaciamiento democrático están a la vuelta de la esquina.

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