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Las deficiencias hospitalarias y la Acusación Constitucional

En buena hora ha llegado la crisis -no hay mal que por bien no venga- que impone la necesidad de intervención drástica, rápida y masiva del Estado sobre mercados paralizados, desbocados, pero asimismo distorsionados como ocurre en este caso. Mientras más rápido asuman el nuevo modo…


Por Manuel Riesco*

Ante las gravísimas deficiencias detectadas en varios hospitales, parlamentarios entre los que incluyen algunos de la Concertación han amenazado con acusar constitucionalmente a la Sra. Ministra de Salud, Dra. Soledad Barría. Más allá que la reacción parece algo bombástica y no precisamente atinada en el caso de los parlamentarios gobiernistas, corresponde preguntarse acerca de las verdaderas causas de estos problemas y otros que aquejan a la salud pública. Ello parece especialmente pertinente cuando la crisis de golpe y porrazo ha restablecido la sensatez en el modo de pensar las políticas públicas, aunque algunos todavía no se hayan dado cuenta.

La verdadera causa de los problemas radica en el desmantelamiento que se ha venido intentado desde el golpe militar del sistema de salud pública que se construyó a lo largo del siglo XX por gobiernos de todos los colores políticos y que en 1973 atendía a toda la población de manera gratuita y bastante decente para la época.
La dictadura se propuso ni más ni menos que terminarlo y reemplazarlo por un sistema de seguros privados. Para ello redujo el presupuesto de salud a menos de la mitad, los salarios del personal a menos de la tercera parte y despedazó el servicio nacional de salud desperdigando sus unidades por regiones y comunas.

Luego intentó reemplazarlo por el sistema de Isapres, las que en un momento llegaron a atender a más de la tercera parte de la población. Lo logró sólo parcialmente, sin embargo, puesto que la realidad se impuso rápidamente y a poco andar habían reducido su cobertura al 15% de mayores ingresos. Todavía continúa siendo éste el signo más claro de discriminación social: en las tres comunas de mayores ingresos de Santiago, el 95% de los habitantes se atiende por Isapre y sólo el 5% en el sistema público, mientras en las comunas de menores ingresos de la misma ciudad la proporción es exactamente la inversa.

Los gobiernos democráticos hicieron esfuerzos importantes por recuperar el nivel de gasto público y las remuneraciones del personal de salud, construyeron nuevos establecimientos y reforzaron legalmente los derechos a la salud de los ciudadanos. Sin embargo, sus esfuerzos en todos estos planos fueron insuficientes en cantidad y se enredaron en consideraciones ideológicas neoliberales de “tercera vía” que conciben al Estado como una empresa proveedora de servicios y a los ciudadanos como consumidores.

De este modo, los recursos y salarios continúan siendo insuficientes, se mantuvo el desperdigamiento del sistema  -que no tiene nada que ver con descentralización, la que es tan necesaria como la centralización de la cual resulta inseparable en toda organización bien concebida-, se continúa concibiendo a los funcionarios como empleados de empresas privadas y se ha sometido al sistema a constantes y dañinas intervenciones y reestructuraciones siguiendo las sucesivas ondas privatizadoras que se pusieron de moda.

Cuando la crisis ha puesto término definitivo al período neoliberal -aunque todavía falta asumirlo-, parece interesante hacer un balance global de sus resultados en la salud y compararlo con el período desarrollista que le precedió.

El gasto público puede ser un buen indicador: entre 1929 y 1973 el gasto público en salud se multiplicó 30,5 veces al tiempo que el producto interno bruto (PIB) se multiplicaba 3,7 veces. Es decir, durante el período desarrollista el gasto en salud creció diez veces más que el PIB. Si bien creció a un ritmo promedio de 7% anual entre 1929 y 1958, el mayor incremento se verificó entre 1958 y 1973 cuando creció a un ritmo de 11,4% anual, logrado de modo creciente durante los gobiernos de Alessandri, más durante Frei, y muy especialmente durante Allende.

Entre 1973 y 2006, en cambio, mientras el PIB volvió a multiplicarse 3,7 veces, el gasto público en salud creció apenas 3,6 veces, es decir, menos que el PIB. Se redujo a la mitad tras el golpe y en 1990 era todavía un 30% inferior a 1973, para recuperarse luego a ritmos de 7% anual durante los gobiernos democráticos. Ello ha significado un deterioro relativo, puesto que es bien sabido que la atención moderna de salud exige un nivel creciente de recursos (ver CENDA «Resultados de las estrategias del Estado a lo largo de un siglo, Anexos»).

La política actual continúa inspirada en ideas «brillantes» inventadas por economistas del Banco Mundial que bien poco saben de salud -como suponer que se pueden priorizar determinadas enfermedades cuando la salud es por esencia un asunto integral- cuya aplicación práctica choca constantemente con la realidad. Como resultado, los funcionarios deben hacer las gimnasias más inimaginables para intentar resolver con este tipo de políticas inadecuadas los problemas reales que enfrentan todo el tiempo.

La solución de los problemas de los hospitales no pasa por llamar la atención acusando a una Ministra ni hacer pasar bochornos a una Presidenta que es asimismo médica y fue antes ministra del ramo. Ambas conocen bastante bien los problemas y sus esfuerzos por mejorar el sistema son de todos reconocidos. Ninguna de las dos comparte tampoco el esquema neoliberal en el cual han debido desenvolverse hasta ahora.

En buena hora ha llegado la crisis -no hay mal que por bien no venga- que impone la necesidad de intervención drástica, rápida y masiva del Estado sobre mercados paralizados, desbocados, pero asimismo distorsionados como ocurre en este caso. Mientras más rápido asuman el nuevo modo de pensar las autoridades de salud- y especialmente las de Hacienda que son las que mandan en el sector-, más rápido se van a resolver los problemas de los hospitales.

La solución está en la mano: se trata de reconstruir el servicio nacional de salud, traspasándole nuevamente todas las instituciones hoy desperdigadas en regiones y municipios, terminar con los fracasados experimentos de concebir el sistema como una empresa y a sus funcionarios como empleados y asumir que se trata de un servicio público operado por servidores públicos profesionales y unidades a las cuales se deben distribuir mediante asignación presupuestaria los recursos necesarios de acuerdo a un plan nacional que conciba la salud como una totalidad. Especialmente, se deben terminar con las distorsiones que introducen los intereses de las empresas privadas de salud, las que por otra parte deben ser aprovechadas e integradas debidamente, pero subordinadas al sistema público.

Esas son las formas adecuada a este tipo de organización, así operan los mejores servicios públicos de salud mediante los cuales los países más desarrollados brindan un muy buen servicio a sus poblaciones.

*Manuel Riesco es director del Centro de Estudios Nacionales de Desarrollo Alternativo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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