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¿Sabes quién viene a cenar?

Obama es hoy día la estrella principal de la elección norteamericana, la que ha superado la ficción con un escenario político impensado hace un año atrás. No sólo por su vertiginoso ascenso político, y ser negro y demócrata, sino también por su perfil de norteamericano hijo de la globalización


Tal fue el título de un film de mediados de los años 60 en Estados Unidos, en el cual un médico negro llegaba a la casa de unos blancos, supuestamente liberales, a pedir la mano de su hija. Cuando se estrenó, Barack Obama tenía seis años y se mudaba con su madre norteamericana blanca desde Hawai a Indonesia. Su padre africano había vuelto a Kenia.

Obama es hoy día la estrella principal de la elección norteamericana, la que ha superado la ficción con un escenario político impensado hace un año atrás. No sólo por su vertiginoso ascenso político,  y ser negro y demócrata, sino también por su perfil de norteamericano hijo de la globalización, que  rompe todos los moldes de la tradición política americana, culminando de manera práctica un cambio de ella que ha tomado más de doscientos años.

En su origen, según una opinión tan autorizada como la del historiador Richard Hofstadter, la Constitución norteamericana expresa una visión fatalista del hombre y la condición humana por parte de los «padres fundadores».  Su objetivo fue crear una institucionalidad que controlara los desvaríos del egoísmo y las pendencias naturales en el hombre, y que protegiera la propiedad.  Su visión de la libertad era, consecuentemente, negativa. Ellos deseaban verse libres de la incertidumbre económica, de las anormalidades monetarias y comerciales, de la explotación de potencias extranjeras, de los ataques a la propiedad y de las insurrecciones del pueblo.

Derechos tan vitales como la libertad religiosa, de expresión, de prensa, de protección frente a detenciones ilegales y muchas otras que podríamos entender como derechos civiles, debieron ser añadidas en las diez primeras Enmiendas a la Constitución. La esclavitud, permitida en la primera versión de la Carta, sólo fue abolida luego de una cruenta guerra civil. El término de la segregación racial de los negros y la ampliación de los derechos civiles en la Unión es paralela a la guerra de Vietnam y la contracultura del pacifismo hippie, en los años ‘60 y principios de los ’70 del siglo recién pasado.

Todas estas transformaciones estuvieron basadas en un sentido común, una unidad de tradición cultural y política, con un signo marcadamente nacionalista, individualista, con una extrema tendencia popular al aislacionismo, y una inclaudicable fe capitalista. 

Ahora, de manera paradojal, el eventual triunfo de Obama llega en medio de un cimbronazo financiero que hace temblar las certidumbres de esa tradición económica. En la vorágine de la primera gran crisis económica de la globalización, la ortodoxia se derrumba y el gobierno nacionaliza la banca.

Obama se hace parte de la crítica a una tradición que privilegia más la codicia que la fraternidad, según ha dicho, y pide más resguardos para los sectores más desprotegidos y la clase media. Culmina su campaña apuntando sus dardos contra Wall Street.  

Su oponente lo acusa de propiciar el socialismo, pero los electores le siguen marcando su preferencia. No hay temor sino interés, y la percepción de que Obama – el cambio – representa los intereses colectivos.

Incluso se ha recordado profusamente que el segundo nombre del candidato demócrata es Hussein. Pero la mayoría parece pensar como Benjamín Franklin: en una sociedad de hombres libres a lo único que hay que temer es al temor.

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