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Lula, Evo, Michelle y Obama

Al margen de si Bachelet, Lula, Evo u Obama logren satisfacer las expectativas tan altas en ellos depositadas, su elección en cada caso es reveladora de un mundo que cambió y que no tiene vuelta atrás, no al menos en democracia. Y esa es la lectura que las instituciones democráticas…


Por Clarisa Hardy*

«Quien lo hubiera dicho»…, fueron las palabras con las que Michelle Bachelet saludó a la entusiasta marea humana que se aglomeró para festejar su triunfo presidencial. Se refería al inédito hecho de ser la primera mujer electa como presidente de Chile, en un país en que, a pesar de tanto avance acelerado en la última década, las mujeres eran marginales en el sistema político y en su participación laboral.

Antes, el mundo también había visto con sorpresa que un obrero y líder sindical, sin estudios avanzados, alcanzaba la presidencia de Brasil, un país que disputa en las ligas mayores. Así como en uno de los más emblemáticos países andinos, Bolivia, un carismático dirigente indígena, miembro de un sector social largamente discriminado y en condiciones históricas de pobreza, alcanzaba la más alta votación en una elección presidencial.

Pocos años después, gana holgadamente la presidencia de Estados Unidos un afroamericano, descendiente de madre blanca y padre negro, de quien heredó sus genes dominantes. Sólo una persona de raza negra en la presidencia estadounidense era más impensable que una mujer, como pudo haber sido si Hillary Clinton hubiera ganado las primarias demócratas.

Y lo que más se ha escuchado entre los analistas políticos, en cada una de estas ocasiones, es que la búsqueda de cambio explica estas opciones electorales de la ciudadanía.

A diferencia de ese lugar común, a mi me parece que estos fenómenos políticos, por el contrario, expresan más bien los cambios ya ocurridos, así como la exigencia de la ciudadanía para que el sistema político se haga cargo de ellos: hacer consistente el poder político con los cambios sociales. Y, probablemente, el más importante de los cambios sociales ocurridos y del que no se ha tomado suficientemente conciencia -porque no ha sido intempestivo, sino progresivo, formando parte de un paisaje que de tanto mirar se deja de ver- es que las minorías se han constituido como mayorías.

No estoy hablando de un hecho estadístico, aún si las mujeres son más numerosas que los hombres en Chile, o si los indígenas en Bolivia representan una gran proporción de la población nacional, o si los sectores con baja escolaridad en Brasil todavía superan a los más escolarizados, o si los negros y los inmigrantes asiáticos y latinos en Estados Unidos están cambiando su composición racial. Me refiero a que los ciudadanos de segunda, al margen de sus órdenes de magnitud, son cada vez una más amplia mayoría en el sentido de su activa presencia en sus respectivas sociedades, reclamando la promesa incumplida de la modernización: ser parte integrante de una única ciudadanía de primera.

A través de una mujer presidenta en Chile, de un obrero en Brasil, de un indígena en Bolivia o de un negro en Estados Unidos, se expresan los demás sectores sociales que, al igual que las mujeres, los trabajadores, los indígenas y las personas de color, sienten que el sistema político no los representa en sus intereses, en sus formas de vida, en sus anhelos y proyectos personales o familiares.

Al margen de si Bachelet, Lula, Evo u Obama logren satisfacer las expectativas tan altas en ellos depositadas, su elección en cada caso es reveladora de un mundo que cambió y que no tiene vuelta atrás, no al menos en democracia. Y esa es la lectura que las instituciones democráticas, especialmente los partidos políticos, deben hacer en todas partes. Sin duda, y con particular preocupación, en nuestro país.

 

*Clarisa Hardy es socióloga y ex ministra de Planificación.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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