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Consumir y morir en el intento

Así murió un trabajador de la tienda «Walt-Mart», en Long Island, Nueva York. Y dos en la tienda de juguetes, «Toys’R’Us», en California, el pasado «viernes negro». El primero aplastado por una turba que quería agarrar primero unos guantes, un abrigo, una computadora…


Por Javier Campos*

En un país como EE.UU., de espectaculares robos, asaltos, catástrofes, escándalos de todo tipo, sin embargo no existían casos como los ocurridos durante el «viernes negro». Alguien murió aplastado por dos mil personas que corrían  como obsesos a buscar los precios de rebaja y otros  dos se mataron a balazos en una tienda de juguetes.

El «viernes negro» en EE.UU. es el día después de la fiesta tradicional norteamericana que se celebra  a  fines de noviembre y que se llama  Día de Gracias. Al siguiente día de esa gran cena familiar es cuando los precios de las tiendas bajan a 50% o más. Miles de personas hacen fila en las puertas de grandes tiendas, a veces desde las cinco de la mañana, para entrar a las ocho o nueve cuando abren. Y es allí cuando una oleada irrumpe como si fueran esos toros que lanzan en las calles de Pamplona y aplastan a quienes se les pongan por delante.

Así murió un trabajador de la tienda «Walt-Mart», en Long Island, Nueva York. Y dos en la tienda de juguetes, «Toys’R’Us», en California, el pasado «viernes negro». El primero aplastado por una turba que quería agarrar primero unos guantes, un abrigo, una computadora, un juguete para sus hijos, un pijama, un osito de peluche, etc., todo rebajado entre 50 y 60 por ciento. Esos miles que alegres y empujando, sin respetar la cola, se lanzaban a gritos a los calzoncillos, hacia un Ipod, como Indiana Jones sobre un tesoro antes que lo agarraran los nazis. Los otros dos se dieron de balazos en esa juguetería por asuntos personales en la parte de los aparatos electrónicos. Dos hombres se disparaban  detrás de los juguetes. Un testigo ocular dijo: «Pensé que estaban jugando con unas pistolas de mentira pero cuando salía sangre de ambos cuerpos y cayeron muertos de verdad me di cuenta que no era ningún juego».

Cuando hace años, en los 80′,  llegué a EE.UU. por primera vez, yo no tenía idea qué era el «viernes negro» ni menos tenía la obsesión de comprar. Venía de un pueblo del sur de Chile donde poco, o casi nada, podía «consumir». Para comprar el único pantalón que usé casi tres años, todos los días en mi vida universitaria, tuve que pasar seis meses pagando una cuota en Falabella que me parecía un suplicio.

Y entonces me recibe un amigo en el aeropuerto de Minneapolis y antes de preguntarme un poco de mi viaje, me habla de su perro. Un mastín inglés que comía (él me iba informando mientras manejaba desde el aeropuerto) tres bistec gigantes cada día pues su «mascota» (luego lo conocí) parecía un león africano. Seguro, como supe después, mi amigo también trataba de encontrar con su esposa los precios más bajos de lo que consumía su mascota. La mascota era realmente un perro gigante y  lo tenían en una pieza con llave porque usualmente se lanzaba sobre las visitas desconocidas como en esos espectáculos de circo cuando el animal saltaba sorpresivamente sobre el domador y le quebraba una mano o un brazo. Y allí vi su plato, igualmente gigante, con pedazos monumentales de carne. Fue mi primer asombro y confusión sobre el consumo y la vida cotidiana norteamericana.

Mi primera compra fue en una de esas tiendas que vendían  barato durante el «viernes negro». Alguien me dijo que para el invierno de Minnesota (podía llegar a 40 grados Fahrenheit bajo cero) debía botar ese chaquetón chileno, de lana delgada, pues me iba a morir congelado en una calle de Minneapolis. Así que una amiga argentina me llevó a la famosa tienda SEARS para comprar una parca de pluma de ganso. Una tienda a la que iban todos los estudiantes extranjeros pues era barata.

Fue mi primer encuentro con las tiendas norteamericanas donde Falabella parecía una tiendita de barrio pobre. Tantas cosas, infinitos objetos para vivir mejor y productos curiosos e ingeniosos que jamás había visto en mi vida. Era como si un extraterrestre, que nunca había visto ciudades como Nueva York, quedara embobado mirando hacia los edificios como yo aquel «viernes negro» contemplado los escaparates y la multiplicidad de productos. Estaba  (y estoy) en las catedrales del consumo capitalista.

Llegaba al país donde el «consumismo» era (y es)  una práctica común y a nadie le parece una cosa del otro mundo. Excepto para nosotros que entonces veníamos de países donde aquello no había llegado a niveles surrealistas y maravillosos. Había aterrizado donde se producían objetos (de consumo) que nos hacían la vida más cómoda. Y yo que venía de lugares donde nadie pensaba en cambiar su carro cada tres años, tener cinco suéteres más, siete pantalones extras, cambiar la cafetera por otra mejor, etc. Era la vida feliz de las sociedades capitalistas pero la vida que nos llevaba, sin darnos cuenta, a eso que los marxistas llamaban en los 60-70 «la alineación humana que produce el consumo capitalista». Alienación que nadie se preocupa en pensar mucho en EE.UU. Hasta Obama ha dicho en reciente entrevista, al hacer la lista de regalos de Navidad para sus dos hijas, que irá a un  mall de Chicago a comprar.

El ser humano siempre ha encontrado atrayente un objeto de consumo que es mejor presentado que otro y hará lo imposible por obtenerlo aunque sea en sus sueños. Ya el mercado de Tenochtitlan lo sabía muy bien. No sé si en el siglo XIV algún consumidor fue aplastado por una turba de aztecas y otras tribus se pelaban unos a otros porque querían adquirir primero los más bellos cuchillos de obsidiana, o granos de cacao, o mantas de algodón u objetos hechos de conchas marinas que traían otros mercaderes desde las costas de Guatemala.

Pero que al ser humano desde milenios le gusta consumir eso está demostrado por toda la historia económica de la humanidad. Lo que sí sabemos es que negando el derecho a consumir, impuesto por ley, es como se desplomó todo el socialismo real. En el este socialista nunca pudieron resolver aquello ni menos lo puede resolver Raúl Castro en la Cuba actual. Es decir, negarle a la gente la necesidad de comprar y aún más, establecerlo por decreto dogmático y puramente ideológico diciéndoles que el consumismo es «la alienación humana más horrorosa». 

No estoy en contra del llamado consumismo, o consumir en exceso, pues es parte de un sistema de mercado que vivimos en casi todo el planeta y es así como se mueve complejamente la economía y se crean nuevas tecnologías. Distinto es decir, y en eso estoy de acuerdo, que efectivamente el capitalismo exacerbó la necesidad de consumir poniéndonos antes nuestros ojos (la cultura de la imagen) una infinita variedad de productos que muchas veces no necesitamos. A parte de la destrucción ecológica de ciertas partes del planeta que eso conlleva.  Pero el consumo ha sido parte de la civilización humana y desde la vieja Mesopotamia la gente ha deseado objetos que fueron  atractivamente expuestos en ese lugar que se llama «mercado».  Y será humanamente difícil cambiar esa atracción instintiva.

*Javier Campos es escritor, poeta y columnista.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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