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La generación líquida

Se necesita una mirada de futuro, conciencia de pertenencia y proyección, cohesión de grupo y voluntad de poder. Si no, preguntémosle a aquellos jóvenes de los años sesenta que se sentían predestinados a cambiar el mundo, a los que se creían la nueva vanguardia de la izquierda…


Por Cristián Fuentes*

¿Que es una generación política? Es mucho más que edades, vivencias o sueños similares. Es compartir una idea de sociedad y tener la voluntad de concretarla. En Chile tenemos varios ejemplos: la generación de 1847, la cual fue capaz de hacerse escuchar tanto o más que en la literatura en el liberalismo que gobernó al país desde 1870; o la de 1920 que con Alessandri barrió al parlamentarismo y a la aristocracia, estableciendo una nueva república a imagen y semejanza de la clase media. La última, la más cercana, es la de los sesenta, que primero quiso implantar el socialismo y después consolidó el modelo neoliberal que inventó Jaime Guzmán.

Pertenezco a la llamada «generación del 80», esa que vivió una parte importante de su juventud entre dos plebiscitos: el de la Constitución de la dictadura y el que dio paso a la recuperación de la democracia. Entre medio se acabó la Guerra Fría y nació la globalización, apareciendo el computador personal, internet y todo un mundo distinto.

Mucho se ha hablado de esos años, aunque sus ecos ya sean antiguos y, por lo mismo, un poco lejanos. El régimen se había hecho incompatible con vivir dignamente, por lo que sentíamos la democracia como una urgencia, a pesar de no saber mucho de qué se trataba. Compartíamos una escala de valores donde la libertad, la solidaridad, la justicia y la igualdad eran motivo más que suficiente para derrotar al miedo. Queríamos terminar con la pobreza, la marginalidad y el abuso, uniéndonos por sobre las diferencias que separaban históricamente a nuestras familias políticas. Finalmente, derrotamos a la fuerza con el poder de la razón. Pero no fue suficiente.  

Después vino la transición y sus componendas: a lo mejor lógicas, necesarias e inevitables, pero apretando el estómago y tapándose la nariz. Mientras, la gente se fue para la casa y se acostumbró a endeudarse, el mercado reemplazó a las utopías y la tarjeta de crédito pasó a ser la llave que podía abrir cualquier muro. Y esa muralla era demasiado grande y poderosa. La derecha, los empresarios, los burócratas apernados en la administración pública y los militares, todavía con el ex dictador dirigiendo sus pasos, construyeron diques que terminaron por detener cualquier curso alternativo.

Nuestros esfuerzos e ilusiones no cuajaron en un proyecto generacional, a pesar de que algunos de los dirigentes estudiantiles de la época han llegado a ser parlamentarios, Ministros y Subsecretarios. No hemos sido capaces de construir liderazgos, porque para eso se requiere mucho más que un vínculo generado por experiencias compartidas a una edad parecida.

Se necesita una mirada de futuro, conciencia de pertenencia y proyección, cohesión de grupo y voluntad de poder. Si no, preguntémosle a aquellos jóvenes de los años sesenta que se sentían predestinados a cambiar el mundo, a los que se creían la nueva vanguardia de la izquierda, a los que querían la revolución aquí y ahora y terminaron siendo los más aventajados defensores del mismo sistema antes rechazado, eso sí, ¡por fin desde arriba!    

Reconociendo lo avanzado, o por lo mismo, aparece más evidente que nunca la falta de propuestas, la incapacidad para dar el paso, para renovar posiciones y entusiasmar a la gente en un tránsito de caminos originales que nos acerquen a tiempos mejores.   

Por eso mi generación no es generación. Es líquida, percibe el vacío y no atina a llenarlo, más bien se revuelca en lo precario, en lo incierto, y no se atreve a ser protagonista, a imaginar, a desarrollar planes a largo plazo, sobre todo en un momento en que Chile reclama un salto en su desarrollo, una perspectiva distinta que inaugure un mañana más digno.   

Es más urgente que nunca ganarle la iniciativa a un pasado que se resiste a morir y superar el presente, inventar metas y desafíos originales, romper el cascarón y golpear la mesa. Comprobar que somos capaces, que la historia no ha terminado y que no se puede vivir eternamente de la nostalgia.

Lo contrario es esperar a que cualquiera lo haga por nosotros.

*Cristián Fuentes es cientista político.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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