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Costos de la crisis: más trabajo no remunerado

Cuando el desempleo aumente, cuando la demanda se contraiga y el crecimiento disminuya, las mujeres en trabajos precarios quizás sean las primeras en acusar los efectos de la crisis. Y, como ha ocurrido en todas las situaciones en que el empleo crece menos o nada, muchas mujeres…


Por Thelma Gálvez*

A propósito de la actual crisis de la economía, que partió como crisis de hipotecas para convertirse en crisis financiera y más tarde ser reconocida como crisis económica, nos preguntamos si afecta de la misma manera a hombres y mujeres.

Quedémonos primero en la economía oficial, la que pasa por el mercado, se mide por el PIB y está tambaleando. Aquélla que produce bienes y servicios, lubricada -como se ha dicho- por el aceite que la hace funcionar que es el dinero en todas sus formas, tantas que cada vez ha sido más difícil controlarlas y guardar las proporciones necesarias para que los precios no se disparen o para que la producción se pueda vender. La crisis desajusta los delicados equilibrios entre la verdadera producción y los sistemas financieros que la alimentan y que también pueden estrangularla.

¿Cómo nos movemos las mujeres en este mundo? Todo indica que nos movemos, eso sí, con comportamientos reconocidamente distintos. Participamos en menor proporción que los hombres en el mercado laboral y ganamos menos tanto en salarios como en forma de beneficios. Nuestras inversiones son de montos menores y menos riesgosas. Nuestros fondos previsionales en el sistema de pensiones individual son también menores. Hemos sido más pobres que los hombres y probablemente perderemos menos. A la hora de los despidos, tal vez nos favorezca ser trabajadoras más baratas. A la hora de pagar las deudas, las nuestras son menores. Como hemos sido más desfavorecidas, es más probable que seamos relativamente más receptoras de los beneficios de la reciente reforma previsional. Pero cuando el desempleo aumente, cuando la demanda se contraiga y el crecimiento disminuya, las mujeres en trabajos precarios quizás sean las primeras en acusar los efectos de la crisis. Y, como ha ocurrido en todas las situaciones en que el empleo crece menos o nada, muchas mujeres «se retirarán» de la fuerza de trabajo a sus otras ocupaciones.

¿Cuál es el mundo que las recibe? El de la producción real, que complementa la monetaria, y que se lleva a cabo en el hogar o fuera de él para la reproducción personal y familiar. Se trata de una producción continua, sostenida principalmente por mujeres, en la que no hay acumulación, inversión, financiamiento ni posibilidades de especulación. Simplemente lleva a cabo, con trabajo y materiales, las funciones de la vida: alimentar, vestir, limpiar, cuidar, transportar, complementar la salud y la educación familiar. Esta economía no genera crisis, no hay mercado común de  dueñas de casa, no hay bancos para sostener el cuidado de los niños, no hay institucionalidad propia. La confianza social que se ha perdido en la economía monetaria, y que es vital para su funcionamiento, permanece y aumenta en esta producción de los hogares.

Y este mundo de la vida real también se verá afectado por la crisis, sin haberla generado, porque cada vez más este tipo de trabajo está imbricado con la economía monetaria y a través de ésta con la economía mundial. La economía monetaria o de mercado y la doméstica tienen comportamientos de distinto sentido. Cuando la primera está en crisis, la segunda la apoya con más trabajo y más preocupación, una verdadera política anticíclica. Si el ingreso monetario del hogar disminuye, hay que bajar el gasto monetario, y esta tarea recae generalmente en las mujeres.

En la mayor parte de los hogares se estarán tomando nuevas decisiones, cuya ejecución compete a las mujeres principalmente. La más obvia de todas es el aumento del ahorro, si lo hay, o la disminución del consumo, si es posible. Postergación de gastos: cambio de casa, compra de electrodomésticos, vacaciones. Y postergación de sucesos deseados pero que hay que «financiar»: embarazos, matrimonios, estudios.

Los esfuerzos por gastar menos y bajar lo menos posible el nivel de vida llevan a aumentar el trabajo de gestión de las compras cotidianas: qué comprar y dónde, cómo pagarlo, cómo se buscan precios menores. Ya hemos visto en las noticias de EE.UU. las aglomeraciones ocurridas en las rebajas de grandes almacenes. El tiempo de las mujeres dedicado al abastecimiento del hogar aumentará, y probablemente sus recorridos y su esfuerzo de información. Y la composición de las compras irá cambiando a productos más baratos que exigen mayor trabajo o tiempo de trabajo: menos congelados, menos pre-cocidos, más trabajo en la cocina. Menos compra de servicios y más trabajo de los miembros del hogar, que, incluso por mediciones estadísticas sabemos que recae casi totalmente en las mujeres.

¿Cómo hacer frente a este aumento de trabajo no remunerado que se nos puede venir encima? En lo individual: sabiendo, diciéndolo y compartiéndolo. En lo social: vigilando que el gasto social no se contraiga, porque también esto tiene efectos similares en el trabajo no remunerado. 

*Thelma Gálvez es economista, Observatorio Género y Equidad.

 

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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