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Felices fiestas, malas noticias

Mi instinto de calle me dice que estamos en el límite social previo a que el péndulo empiece a tomar velocidad en dirección opuesta. Para nada grave. Simplemente por inercia. Porque si bien el país ha experimentado un enorme crecimiento económico, al mismo tiempo se han desbordado…


Por Santiago Escobar*

¿Ha mirado con detención la tarifa de sus gastos de electricidad, gas o telecomunicaciones? ¿La letra chica de su póliza de seguro para el auto? ¿La cuenta del TAG? ¿Su cartola bancaria? ¿El pago de su ISAPRE? ¿El informe de sus fondos en la AFP? ¿Ya sabe si en su empresa este año habrá ajustes de personal para enfrentar la crisis? ¿Hizo las cuentas de pago de escolaridad por sus hijos?  ¿Qué protección social, derechos garantizados, pacto constitucional, participación política?

Mi instinto de calle me dice que estamos en el límite social previo a que el péndulo empiece a tomar velocidad en dirección opuesta. Para nada grave. Simplemente por inercia.  Porque si bien el país ha experimentado un enorme crecimiento económico, al mismo tiempo se han desbordado las desigualdades. Un sentido de impotencia se apodera de la gente común junto con la convicción de que todo el mundo abusa de los otros sin que haya a quien reclamarle. Y cuando alguien se siente incómodo en alguna situación, por lo menos cambia de rumbo o simplemente se va.

No es un problema de los más pobres ni menos un problema de clase como diría un marxista ortodoxo. Es un problema de masas, propio de una sociedad de consumidores, diseñada para funcionar cívicamente como si fuera un gran mercado en el que todo se vende. Pero en la que no existe ninguno de los instrumentos de una sociedad de mercado desarrollada que le permita a la gente defenderse de los abusos de los proveedores, incluido el propio Estado.

En ella, si usted no es consumidor reconocido, no tiene referencias comerciales (ojalá varias) y no esta endeudado razonablemente (unas tres veces lo que gana) no es nadie. Es un paria. Si cae en morosidad y va a parar al DICOM es peor que estar condenado a trabajos forzados. No solo no existirá para el mercado, sino que le costará mucho salir del boletín debido a los intereses.

Hoy es posible ser propietario de una vivienda de 12 millones con solo 260 mil pesos de ahorro previo. Ellos son un subsidio que le da el Estado sin que tenga que volver a pagar un solo peso de dividendo.

Pero las opiniones al respecto son encontradas. Una felicidad para quien recibe el subsidio, independientemente de lo que le pase después. Para otros una clara muestra que la propiedad no vale nada y todo es un negociado de las grandes empresas constructoras. Situaciones como la de la población El Volcán de Puente Alto parecen avalar esta última idea, pues no se sabe cual Banco querría aceptar hipotecas sobre las viviendas en esos lugares, los cuales muchos de los beneficiados abandonan dejando sus viviendas botadas a causa de la inseguridad.

El Estado regala una vivienda y el dueño se transforma en consumidor y debe pagar cuentas de servicios, que parece ser lo importante. Cinco mil pesos de agua, doce mil de electricidad, quince mil de gas (si se le ocurre cocinar día por medio), cinco mil de parafina para calentarse en invierno. Si le agregamos teléfono, internet o basura llegamos a cincuenta mil pesos por parte baja.

Lo mismo da si esa propiedad está en una zona degradada por la mala planificación urbana o en una emergente con buen transporte y servicios. Todos, la gran masa de propietarios urbanos son compradores de servicios, y aumentarlos es un negocio. Naturalmente para las empresas privadas que los proveen y  se mueven prácticamente sin competencia.

¿Sabía usted que para calcular las tarifas del agua potable se recurre a una ficción de competencia y se inventa o simula una empresa modelo, que actúa de una manera supuestamente perfecta, hace previsiones e inversiones para atender la demanda futura y con ese cálculo le aplican las alzas de tarifa? ¿O que las empresas eléctricas tienen una utilidad asegura de diez por ciento anual sobre inversiones? ¿O las concesionarias un ingreso mínimo garantizado por el Estado?

Por más que se hable de la importancia de los modelos regulatorios para generar transparencia de mercados, la economía real se encarga de transformar los viejos sueños de propietario en una pesadilla de consumidores para pagar servicios monopólicos que operan muchas veces sin control. Si alguien le saca un peso diario a su cuenta y repite la operación con un millón de abonados, a fin de mes se lleva 30 millones y al año 360. Nadie cree que eso no está ocurriendo en realidad.

Sin embargo la exasperación que tal situación puede causar no se orienta a provocar un reventón social o algo similar. Más bien profundiza un proceso de desintegración cívica en la población y su alejamiento de la política. Por ahora la mayor reacción es tratar de judicializar todo.

Pero sí crece la percepción de que la elite política, desde la izquierda hasta la derecha, se mueve con una enorme voracidad burocrática y una baja moral republicana en los asuntos del Estado y el interés público que la situación descrita provoca. Y que los poderes  tanto públicos como privados afinados en un sentido común corporativo, siempre terminan por consensuar una regla de orden que someta la incipiente rebelión judicial de los consumidores.

La mala noticia para el poder burocrático es que resulta impredecible que tal orden pueda hacerse efectivo sin tropiezos en medio de una crisis económica como la que ya se vive, o haciendo caso omiso de la falta de valores cívicos y de cohesión democrática.

Es posible que las recetas de especulación electoral que hoy predominan en la política tengan un éxito relativo en el corto plazo. Incluida la tentativa burocrática de acceso al sistema político que ensaya la izquierda extraparlamentaria. Pero ese es un empate transitorio en un sistema crecientemente amenazado y que se mueve en péndulo  con una agenda muy, pero muy abierta. 

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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