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Vacas flacas, transporte público y Dios

Hube de descartar los buses del Transantiago, pues su regularidad horaria en mi sector es cuando menos discutible, es decir, introducía una variable de falta de certeza que no podía dimensionar de modo más o menos segura. Por su parte, el taxi, echaba por tierra mis esfuerzos de ahorro, de modo…


Por Ricardo Manzi Jones*

Con el eterno retorno de las vacas flacas a nuestro universo económico, en un acto de realismo y prudencia inscrita en mi ADN, como le ocurre por lo demás a la mayoría de los chilenos, me determiné a comenzar a ahorrar previendo crecientes grados de inseguridad económica, provenientes de ingresos menguantes, clientes desaparecidos, asesorías no renovadas, honorarios impagos y otros dramas profesionales y económicos. Al efecto, decidí bajarme de mi camioneta de alta cilindrada y, consecuencialmente, de entregar el estacionamiento que arrendaba en el centro de Santiago, olvidarme de la existencia de la Costanera Norte, la avenida Andrés Bello y no aparecerme por las bencineras, salvo situaciones de necesidad extrema.

En este esfuerzo encomiable, me determiné a viajar en el sistema público de transporte, tal como lo hace una amplia mayoría de compatriotas, para lo cual efectué una breve prospección de las alternativas existentes desde mi vecindario al casco central de Santiago y que cumplieran con las condiciones de la eficacia más elemental, esto es, itinerario conocido, regularidad en su paso, con un tiempo de espera razonable y de trayecto origen-destino no superior a treinta o treinta y cinco minutos.

Hube de descartar los buses del Transantiago, pues su regularidad horaria en mi sector es cuando menos discutible, es decir, introducía una variable de falta de certeza que no podía dimensionar de modo más o menos segura. Por su parte, el taxi, echaba por tierra mis esfuerzos de ahorro, de modo que debí optar por trasladarme en colectivo.

Pues bien, elegido el modo específico de transporte, me eché confiado en su seno esperando que se cumplirían esos modestos requerimientos, pero ello no fue así, a saber:

Desde el primer día, comprobé que los móviles contaban con radio, de modo que los conductores estaban en permanente contacto entre ellos y con su base, lo que me hizo albergar la esperanza fallida de que tenían un control de las frecuencias, circunstancia tecnológica de gran conveniencia para el servicio que ofrecen en beneficio de sus usuarios.

El indicado ingenio tecnológico perseguía una finalidad bien distinta, puesto que de sus conversaciones pude colegir que tenía por objeto alertar a los conductores sobre lugares en que esperaban clientes habituales que llamaban a la base, indicando las calles en que se encontraban esperando el paso del móvil, la vestimentas y hasta el calzado que portaban, como por ejemplo: señora de vestido lila, cartera al tono, moño tomate y zapatos color corinto.

Esto significa que quien suele movilizarse en colectivo, como el suscrito, puede seguir esperando largo rato, ya que los conductores privilegian a sus clientes habituales, cosa que pude comprobar, ya que en varias ocasiones, al acercarse un colectivo desocupado, éstos se negaban a transportarme, pues más abajo los esperaba un usuario de aquellos que gozaban de la calidad de favoritos.

Para colmo de males, esas líneas no cuentan con paraderos con señalética  que avise que en ese lugar se detienen los colectivos para tomar pasajeros a fin de hacer una fila siguiendo un estricto orden de llegada. Esto en buenas cuentas significa que impera la ley de la selva, es decir, que uno puede estar caballerosamente detenido en una calle esperando su transporte y otros potenciales pasajeros, que llegados con posterioridad, al ver competidores, suelen avanzar hacia el vehículo que los transportará, evadiendo la citada regla de urbanidad.

Bien, esto me ha ocurrido en varias ocasiones. En la última, me encontraba educadamente esperando mi colectivo, cuando una mujer de mandíbula prominente, cabellera de soprano y brillosos pantalones de raso, me avistó y adivinando que esperaba el colectivo que asomaba dos calles más arriba, inició un sigiloso y rápido ascenso por la avenida para adelantarse y tomarlo primero. Comprenderán que tal infamia me hizo pensar en la vulgaridad de la vida y mascullar, aunque no proferir, variados insultos que no se expresan por ser de todos conocidos.

Siendo un creyente desolado por las injustas permisiones de Dios, recuperé la fe de mis mayores y la propia cuando la «diva» intentó subir al colectivo sin éxito, pues teniendo plazas vacías, no se detuvo. Sonriente me acerqué henchido por el placer de la venganza, a tomarlo, pero, para mi sorpresa, ¡tampoco se detuvo! ¡Desde entonces ya no creo en la justicia! Finalmente, hube de arrojarme temerariamente sobre uno para poder llegar finalmente a mi oficina furioso y demorado. Debo confesar con tristeza que el tipo se detuvo más impulsado por los daños que mi grosor y peso podían provocar a la carrocería de su automóvil, que por el afán de brindar un buen servicio a sus clientes.

Sin perjuicio que he preparado un pormenorizado informe y reclamo al Ministerio de Transportes que formularé en estos días, -anticipo que sin muchas esperanzas de éxito-, me pregunto: ¿Quién controla realmente a estos sujetos que se suponen prestan servicios públicos de transporte autorizados por una autoridad competente, en un proceso competitivo, igualitario y no discriminatorio, si ellos, adjudicados que son, discriminan a los usuarios, según si son habituales o no?

Este último, es el único criterio de selección que he podido detectar, pero me puedo imaginar otros de preferencia, como el perfume que usa el usuario, la prestancia física, las preferencias de indumentaria y cromáticas del conductor y también otros motivos más sórdidos como la brevedad de la pollera de una joven atractiva o la longitud de sus extremidades inferiores; o, de rechazo, como  el calibre del usuario que hace sufrir a los amortiguadores, su etnia originaria, o la apariencia de un joven fino, que hace adivinar inclinaciones socialmente no certificadas y, un largo etcétera.

Creo que tengo y tenemos derecho a esperar que el Ministerio de Transportes ponga orden en la materia en este devenir terrenal, es decir, ahora, y no debamos aguardar un juicio divino al final de los tiempos, como pareciere les ocurrirá a los usuarios del Transantiago.

*Ricardo Manzi Jones es abogado.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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