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El olvido que todo destruye

Gabriel Angulo Cáceres
Por : Gabriel Angulo Cáceres Periodista El Mostrador
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Nadie recuerda ya entre los jóvenes quien fue Francoise “Papa Doc” Duvalier, el médico rural que se proclamó presidente vitalicio de Haití y heredó el trono a su hijo, un adolescente de 300 libras de peso, “Baby Doc” Duvalier, fríos asesinos ambos que mataron a miles…


Por Sergio Ramírez.*

Lo peor es el olvido, me dice el novelista Lyonel Trouillot mientras contemplamos el anochecer que se alza como una tenue humareda sobre Puerto Príncipe, sentados en la terraza del Ibo Lele, un hotel cuyo glamour perdido atestiguan las fotos de estrellas de Hollywood alineadas en el bar, rostros que ya no dicen nada ni al más empecinado de los cinéfilos. A la mesa está con nosotros el poeta Jorge Castera, y los dos sufren las heridas abiertas de su país con humor. Reírse de las heridas abiertas es una manera de no olvidar.

El olvido. Nadie recuerda ya entre los jóvenes quien fue Francoise «Papa Doc» Duvalier, el médico rural que se proclamó presidente vitalicio de Haití y heredó el trono a su hijo, un adolescente de 300 libras de peso, «Baby Doc» Duvalier, fríos asesinos ambos que mataron a miles en nombre del sacrosanto poder mantenido gracias a su banda de sicarios, los Tonton Macutes, también ahora olvidados.

Yo les digo que en Nicaragua los jóvenes tampoco saben ya que hubo una dinastía Somoza de medio siglo, pero además, según las encuestas, dentro de los mayores de 40 años un alto porcentaje anhela al último de los Somoza y piensan que fue un gran presidente, mientras muchos de los jóvenes no tienen idea de que para derrocar a Somoza fue necesaria una revolución.

La risa de Trouillot relampaguea como el filo de un alegre cuchillo. Papa Doc escribió él mismo un «Catecismo de la Revolución» con oraciones que debían ser rezadas a él y a su mujer Simone. Para su esposa, una Salutación Angélica, como si fuera la Virgen María. Para él, un Padre Nuestro, y lo recita: «Doctor nuestro que está para siempre en el Palacio Nacional, alabado sea tu nombre por las presentes y futuras generaciones. Que se haga tu voluntad así en Puerto Príncipe como en el resto de las provincias. Danos hoy nuestro nuevo Haití, y no perdones nunca las ofensas de los antipatriotas que escupen cada día sobre nuestra patria. Déjalos caer en tentación bajo el peso de sus babas venenosas, y no los libres de ningún mal, amén».

Extraño, digo, que Duvalier creyera que estaba haciendo una revolución. Una revolución negra, dice Castera, para él la raza fue siempre un sustento filosófico. La supremacía negra, como a lo largo de la historia de Haití, desde la independencia. La filosofía convertida en crimen, y las creencias religiosas manipuladas a su antojo.

Papa Doc creía, o dejaba que se creyera, que él mismo era la encarnación del loa barón Samedi, el dios de la muerte del panteón vudú, invisible y ubicuo, que recorre de noche los cementerios, siempre vestido de negro riguroso, como el mismo Papa Doc se vestía, y quien es fama celebraba ritos nocturnos con los cadáveres de sus enemigos.

A un militar antiguo aliado suyo, alzado en rebelión, una vez capturado ordenó cortarle la cabeza, que fue transportada hasta el Palacio Nacional conservada en hielo, y la colocó sobre su escritorio para hacerle consultas de ultratumba sobre el destino de su poder. Por eso es que sus enemigos, para contrarrestar su trato con los loas, desenterraron el cadáver de su padre, y lo cubrieron de excrementos.

Y yo les cuento de la cabeza de Pedrón Altamirano, lugarteniente de Sandino, asesinado a traición por órdenes del viejo Somoza, llevada a Managua dentro de un saco de cal viva para ser expuesta por días, ya maloliente, en el cuartel del Campo de Marte. Conté ese episodio en mi novela ¿Te dio miedo la sangre?

Jean Bertrand Aristide, el sacerdote salesiano dos veces presidente y dos veces derrocado, no ha pasado, en cambio, al olvido, y exiliado en Sudáfrica surge en las conversaciones como un fantasma inquieto. Les pregunto sobre Aristide. Ya ha caído la noche, que se llena con el canto de los coquís, las pequeñas ranitas melodiosas que entonan su coro en la oscuridad.

  «El autoritarismo, la concentración de poder bajo un solo hombre que termina creyéndose predestinado, ha sido un mal constante para Haití desde la independencia», dice Trouillot. «Hay frases de Duvalier y de Aristide sacadas de sus discursos, que vienen a ser iguales. Ambos vieron lo mismo, la inmensa pobreza y el desamparo, pero sus respuestas fueron mesiánicas, y equivocadas». Y yo no puedo sino responder que si coloco un espejo frente al rostro de Haití, el reflejo me devuelve el rostro de Nicaragua.

Detrás de cada líder que surge en la historia están siempre los loas para encumbrar su destino, o despeñarlo. El 11 de septiembre de 1988 el padre Aristide decía misa en su humilde iglesia de San Juan Bosco cuando entraron los Tonton Macutes en su busca, y asesinaron a decenas de feligreses pero él logró escapar. La mano de la divinidad estaba ya sobre su cabeza para protegerlo, y luego, para perderlo.

La mole blanca del Palacio Nacional, coronada por tres cúpulas, y que parece encendida en un brillo sobrenatural, ejerce un encantamiento imperioso sobre quienes trasponen su umbral como presidentes. Se sienten indefensos, y urden mecanismos de poder que los lleva a la ruina; así, el padre Aristide inventó Las Quimeras para que lo defendieran, bandas juveniles armadas que terminaron ejecutando en las calles a los enemigos de su revolución.

Los únicos que tienen buena memoria son los loas del panteón vudú, que no olvidan repetir a cada paso la historia, con mano implacable.

*Sergio Ramírez es escritor nicaragüense. Fue vicepresidente de Nicaragua (1984-1990).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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