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La muerte en bicicleta

Hace rato que la violencia copa de manera abrupta los titulares de las noticias. Pero carece de identidad antropológica. La violencia es un genérico envasado como violencia mapuche, pandillera o narco, violencia contra la mujer, violencia policial o delictual. Tal hecho deja instalada una estela de


La trágica muerte de un joven hace pocos días atrás al explotarle una bomba casera  que transportaba hacia algún punto de terror en la ciudad de Santiago plantea una inquietante pregunta: ¿se trata de algo excepcional en una sociedad que se orienta por  valores normales o, por el contrario, aunque marginal es ya un signo incipiente de una patología social de la violencia que puede empeorar?

La respuesta no es fácil, porque en Chile la modernidad actual, o como quiera que se denomine a los enormes cambios producidos en los últimos años, permanece sin diagnóstico de fondo. Los juicios, tanto académicos como políticos sobre esa realidad, provienen de  conocimientos más bien puntuales o fragmentarios, muchos de ellos originados en estudios de opinión destinados a reforzar actitudes ciudadanas, especialmente en su dimensión económica.

Poco se ha avanzado en describir los nuevos valores que orientan la  sensibilidad juvenil en las ciudades, los temores de la edad, la heterogeneidad y segregación de los estilos de vida comunal de nuestros barrios, los cambios de vestimenta, lenguaje, música o simbología cultural. Todos ellos, hechos masivos en todos los estratos sociales,  la mayor de las veces sosteniendo mecanismos de individuación excluyente o de rechazo, que expresan una visceral cultura antisistema.

El malestar de las sociedades ricas o emergentes no se manifiesta en la insatisfacción del consumo, sino generalmente en torno a la pérdida de la identidad, el anonimato o la marginalidad, explotando muchas veces de manera violenta. En la sociedad moderna la percepción es real aunque no sea realidad, como señalaba en los años sesenta Edward de Bono, y puede alentar a la acción igual o peor que si la fuera.

De allí nace no sólo la fuerza de los media como la TV, sino también  la sensación de no pertenencia que, como en el caso del joven muerto, muchas veces se hace  vecina estrecha de la mística de la destrucción. Ello puede ser tan potente como parte de la cultura 2.0 y sus vastas redes organizadas y comunicadas de manera espontánea y sin jerarquía, como de la convicción anárquica de que  la voluntad individual todo lo puede, incluido el terror.

No se puede pedir a las policías que expliquen un hecho de tinte terrorista con formas académicas ni describan a los sujetos  que investigan con precisiones antropológicas. No es su papel. Más bien debieran transmitir precisión y seguridad policial, y sus investigaciones debieran ser tributarias de estudios y conocimientos de otros, especialmente de centros de investigación y universidades, si ello existiese en Chile. Lamentablemente la riqueza nacional no alcanza para ejercicios que no tienen rentabilidad de mercado ni son tecnologías aplicadas.

En todo caso, la vaguedad de las informaciones entregadas sobre el joven anarquista por el Ministerio Público, algunos de cuyos comunicados han estado llenos de lugares comunes y alusiones a los tatuajes o formas alternativas y comunitarias de vida, y únicamente aportan a los prejuicios sociales.

Lo que sí llama la atención es la extrema omisión y prescindencia de la política en el tema, así como su ensimismamiento en los protocolos del poder, de la carrera presidencial, y la incertidumbre de las encuestas.

La extrema crisis de representación política que vive el país para la derecha no es un tema, mientras que para el resto es sólo la inclusión parlamentaria o el ajuste electoral, que termina el día mismo en que el Partido Comunista entre al Parlamento.

Para la sociedad en cambio, la crisis de representación parece ser un tema de invisibilidad social de los ciudadanos. Muchas veces respecto de sus derechos fundamentales, en los que sólo existe como una estadística de consumidor vejado por los abusos. En esta elección, más que nunca en 20 años, el pueblo está solo. No hay nada social en las candidaturas, únicamente encuestas y televisión.

Hace rato que la violencia copa de manera abrupta los titulares de las noticias. Pero carece de identidad antropológica. La violencia es un genérico envasado como violencia mapuche, pandillera o narco, violencia contra la mujer, violencia policial o delictual. Tal hecho deja instalada una estela de mensajes subliminales en el inconciente colectivo, que se revierten en la aceptación normal de que ella es algo natural en la sociedad. Por eso la muerte puede viajar en bicicleta con una bomba a cuestas sin que nadie se inquiete mucho.  

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