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La política de la coartada

Cabe preguntarse si es acaso un pecado que existan sectores que opten por la no acomodación, empecinándose en recordar la existencia de deudas y debates pendientes cuya discusión y solución se ha postergado más allá de lo razonable y, adicionalmente, rebelándose ante el resultado de eventos…


Por María de los Ángeles Fernández*

Cuando la idea de «fin de ciclo» para referirse a los problemas que experimenta la Concertación se había convertido en una cantinela un tanto vacua, se da a conocer el documento «La reinvención. Bases institucionales y estrategias generales para salir del antiguo ciclo», de Alfredo Joignant, académico de Expansiva e intelectual PS. La iniciativa es de agradecer. Permite dar un paso más y disponer de elementos para enfrentar el debate postergado acerca de una coalición de partidos que ya es reconocida por la politología, no sólo como la más estable y duradera de la historia de Chile, sino también de la historia democrática de América Latina.

Igualmente, entraña peligros por cuanto podría brindar la oportunidad para encontrar coartadas que terminen por inhibir el objetivo al que su autor aspira.   

En dicho documento, se intenta hacer un diagnóstico más afinado de la situación actual del conglomerado, acompañado con una batería de proposiciones de tipo procedimental y programático que posibilitarían la reconstitución de lo que él llama el «vínculo concertacionista». Un aspecto interesante, pero poco viable políticamente, es que Joignant sitúa su aporte en un marco de tiempo que caracteriza, dramáticamente, como «antes de que sea demasiado tarde» ya que, según señala, para vencer en la próxima contienda electoral, es una condición necesaria la redefinición del conglomerado.   

De los diversos elementos que analiza, interesa particularmente centrarnos en dos: lo que él denomina, por un lado, las razones del desgaste de la coalición y, por otro, un conjunto de lineamientos para un «cemento programático formado por políticas de proximidad».

En el primer caso, Joignant denuncia, entre otros aspectos, la incapacidad generalizada para reconocerse en lo que denomina «un legado de gobierno que poco tiene que ver con la reproducción del proyecto económico-social de Pinochet» aunque, sin embargo, admite que existen todavía «manifestaciones de desigualdad de acceso y ejercicio en los ámbitos de la justicia, la libertad y la igualdad». ¿Salomónico? Puede ser, pero no llama a las cosas por su nombre, trasluciendo una cierta condescendencia al escudarse en la retórica y no verbalizar el hecho de que Chile tiene una de las peores distribuciones del ingreso del planeta, que existe todavía un énfasis en políticas sociales de tipo compensatorio, que asistimos a una escandalosa concentración del poder económico en apenas veinte grupos que operan, en su mayoría, en áreas estratégicas relacionadas con los recursos naturales, las telecomunicaciones o empresas de servicios y consumo, que somos el único país del mundo en que los derechos del agua son propiedad privada, que la implementación de políticas redistributivas universales como el AUGE ha sido posible mediante el recurso a la externalización privada de servicios que debiera fortalecer el Estado o que la reciente reforma previsional siendo, sin duda, un avance, deja sin responder a la injusticia que supone que las AFP sigan recibiendo las mismas utilidades independientemente de que se produzcan fuertes reducciones de los fondos provisionales, tal como dejó en evidencia la crisis financiera internacional.

Si la Concertación no emprende una valoración crítica de su propia obra, que incluya también los peligros que entraña para cualquier aspiración de cohesión social la ausencia de una educación pública de calidad, la desintegración de nuestras ciudades y su feísmo urbanístico o la falta de visión estratégica frente a los desafíos energéticos, resulta difícilmente creíble cualquier intento de reinvención.

Particularmente sugerente resulta la invitación a la «construcción de un cemento programático» basado en lo que denomina «políticas de proximidad», Joignant señala seis grandes tipos de políticas entre las que se encuentran la redistribución del poder político; con los ciudadanos; del bienestar en general y, en particular, redistribución participativa, por una parte y, por otra, de generación económica futura del mismo y de garantía de derechos. ¿Cómo no estar de acuerdo con dichos lineamientos cuando, además, reconoce que no existen recetas fáciles ni rápidas para solucionar los déficits que vendrían a llenar dichas políticas? Sin embargo, los problemas que se enfrentan para lograrlo no se ubican tanto en la ausencia de propuestas, que las hay, y muchas, sino en otras razones.  Entre ellas, se encuentra la internalización, en ciertos sectores de la Concertación, de la visión de mundo conservadora y neoliberal y la movilización de inclinaciones hacia un ethos individualista, particularmente en lo relativo al orden sociopolítico ideal y que tiene particulares consecuencias en esferas como la representación política, donde ha terminado por primar la rendición de cuentas, la representación por anticipación y de tipo estático y una cierta apreciación de los ciudadanos como consumidores.

Ello permite entender la inexplicable aprobación, por parte de parlamentarios progresistas, del  voto voluntario, sin atender a sus implicancias en la profundización de la desigualdad si tomamos en serio la evidencia comparada, o de la inexistencia de una política pública de promoción del empoderamiento de la sociedad civil que supere la impronta asistencialista del voluntariado y no esté sometida a la lógica de la competencia por fondos concursables, por citar algunos ejemplos.

Joignant se apresura a denunciar que la Concertación no está sólo amenazada por la derecha sino por «algunos senadores concertacionistas que apenas ocultan su interés en que la coalición sea derrotada, o en el mejor de sus casos su indiferencia ante tal desenlace». Resulta lamentable que, mediante este recurso, un intelectual progresista cancele la posibilidad de la deliberación y del disenso que la propia Concertación no ha sido capaz de canalizar a través de sus precarias estructuras internas y que, como es esperable, termina por estallar en períodos electorales. Cabe preguntarse si es acaso un pecado que existan sectores que opten por la no acomodación, empecinándose en recordar la existencia de deudas y debates pendientes cuya discusión y solución se ha postergado más allá de lo razonable y, adicionalmente, rebelándose ante el resultado de eventos partidista-eleccionarios que no pasarían el test de la blancura si fueran escrutados con el mismo rigor que se aplica a las elecciones a nivel nacional.

Al final de su lectura, aflora una inquietante pregunta acerca de los posibles efectos que el documento pudiera tener ya que, lo que aspira a ser una pieza de reflexión político-intelectual pudiera terminar por proveer, aunque sólo sea por el deslizamiento de una frase poco afortunada, del arsenal propicio al que recurran sectores interesados en buscar chivos expiatorios, en el caso de una eventual derrota electoral.   

 

*María de los Ángeles Fernández es directora ejecutiva de la Fundación Chile 21.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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