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Tiempos de Golpes benévolos

Gabriel Angulo Cáceres
Por : Gabriel Angulo Cáceres Periodista El Mostrador
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El presidente Obama enfrenta en Honduras un gran desafío: en este caso se juega la credibilidad de la política exterior hemisférica de EE.UU. Desde variados sectores se ha criticado a su gobierno por no mostrar una postura clara y unívoca ante el golpe de Estado.


Álvaro Ramis*

Honduras ha inaugurado una nueva etapa política en América Latina, a partir del fracaso de la mediación de Arias y de la impotencia de los gobiernos de la región, que ven cómo las sanciones y el aislamiento internacional no han podido revertir la consolidación del régimen golpista encabezado por Micheletti. Los efectos de este acontecimiento se harán sentir con particular fuerza en cinco áreas: en el curso las transformaciones políticas y económicas, en el debilitamiento de las democracias, en nuevas  amenazas a los procesos de integración regional, crecientes dificultades en la relación entre Latinoamérica y Estados Unidos y finalmente en graves riesgos a los Derechos Humanos.

Este Golpe de Estado se instaló como una clara advertencia de las élites empresariales, acompañadas de su corte de políticos, medios de comunicación, militares y eclesiásticos conservadores. Es una reacción burda y confusa en sus formas, pero que evidencia una clara voluntad de cambiar las reglas del juego que han permitido que la última década se pueda caracterizar como una suave «primavera democrática» para el continente. «Hay una hipótesis de que el diálogo en Costa Rica no prosperó porque justamente quienes son los verdaderos actores intelectuales y los impulsores del Golpe no estaban sentados allí. Si la negociación hubiera sido directamente con los empresarios y con los responsables del Golpe, muy probablemente la situación actual sería distinta», ha señalado Suyapa Castro, dirigente social hondureña, resumiendo el carácter del Golpe del 28 de junio, y apuntando a los poderes fácticos de su país.

La primera oleada democratizadora, de los ochenta y noventa, tuvo un claro signo neoliberal y sepultó buena parte de las fuentes de violencia política presentes en el continente. Puso fin a los las dictaduras militares y a la vez impuso la desmilitarización de los movimientos insurreccionales de izquierda. Se trató de un consenso democrático que pretendió homologarse al Consenso de Washington. Para llevarlo adelante se pensó en la ampliación de las atribuciones del sistema interamericano, que ensancharía sus roles de articulación política a la esfera económica por medio de la implementación del ALCA. La democracia sería entendida en su versión minimalista-electoral, lo que garantizaría que los militares estarían en sus cuarteles y se deslegitimarían las insurrecciones populares.

Lo que no se previó en ese momento es que luego de la primera oleada democratizadora en la actual década surgiría una segunda oleada, que sin desconocer las bases del consenso democrático anterior, ha buscado recuperar a la vez el rol del Estado y el papel de la ciudadanía por medio de experiencias participativas. Sin duda este proceso es diverso, no ha llegado a todos los países y no ha estado exento de contradicciones y errores. Pero ha logrado éxitos evidentes en la renacionalización de los principales recursos naturales y la implementación de programas de transferencia de renta a los sectores más empobrecidos. Para ello se ha recurrido en varios  casos a cambios constitucionales de fondo, y en otros a transformaciones legales parciales. Pero lo común a todas las experiencias ha radicado en el cuestionamiento del carácter formalista de la democracia representativa, enarbolado un discurso participacionista que fomenta la ampliación de los derechos de sectores excluidos de la población.

Las élites hondureñas, democráticas por conveniencia y no por convicción, ante la tímida llegada de esta segunda oleada hasta su puerta han actuado en bloque y de forma coordinada con los grupos transnacionales que controlan la economía de su país. Al hacerlo han roto los consensos de la primera oleada, lo que a la larga  dañará sus propios intereses, que reclaman un sistema político que de estabilidad y certeza jurídica a sus inversiones. Al cruzar la línea que separa el obstruccionismo legislativo o judicial de los Golpes de Estado inauguraron, tal vez sin plena conciencia, un rebrote de golpismo que puede ser contagiable si la cuarentena internacional no lo logra contener y morigerar. De todas formas el golpe del 28 de junio va a tener consecuencias graves en la estabilidad política de Honduras, lo que alejará la cooperación internacional y el comercio, cerrará el crédito e imposibilitará a Honduras negociar cualquier acuerdo o tratado internacional. «Nuestros negociadores ya estaban dialogando en Bruselas, pero tuvieron que regresar porque no eran reconocidos, pues no se reconoce la presente administración», comenta la analista hondureña Teresa Deras, en relación al término de las negociaciones por el acuerdo de asociación con la Unión Europea.

Si el golpismo se logra expandir, no se tratará de un retroceso a los años setenta y a los golpes de Estado tipo «Chile 73» o «Argentina 76». Honduras ha inaugurado un modelo fácilmente «exportable», que puede tener un mercado potencial muy variado que podría comprar el mecanismo de forma fácil y rápida. Cristina Kirchner lo ha llamado el «golpismo benévolo» y lo ha descrito como » un gobierno que sería una ficción, que destituye a un gobierno democrático y luego llama a elecciones para ser reconocido». Este tipo de golpes postmodernos puede afectar a países que atraviesan difíciles momentos de cambio político e institucional, confrontados por una poderosa oposición  de pocas credenciales democráticas, dotada de fuerza institucional y parlamentaria. Estas condiciones se cumplen especialmente en países como Paraguay, El Salvador y Guatemala. En otros contextos, de alta conflictividad política y social y donde el sistema político enfrenta graves cuestionamientos a su legitimidad, el quiebre de la democracia hondureña puede reavivar las tesis militaristas de los grupos armados, especialmente en países como Perú o Colombia.

Por su parte el presidente Obama enfrenta en Honduras un gran desafío: en este caso se juega la credibilidad de la política exterior hemisférica de EE.UU. Desde variados sectores se ha criticado a su gobierno por no mostrar una postura clara y unívoca ante el golpe de Estado. Analistas como Mark Weisbrot del Center for Economic and Policy Research (CEPR), de Washington, D.C., destacan que  «no debe sorprender que haya un trecho entre la política exterior de Hillary Clinton y de Barack Obama: sus diferencias sobre la guerra en Irak son una de las principales razones por las que Obama, y no Clinton, es hoy el presidente». ¿Quién manda en la política exterior de Obama?, se pregunta Weisbrot. Lo único que sabemos con certeza es que dos de los más cercanos asesores del régimen golpista de Honduras tienen estrechos vínculos con la secretaria Clinton. Uno es Lanny Davis, un influyente lobbysta que fue abogado personal de Bill Clinton y que también participó en la campaña de Hillary.

En la cumbre de Trinidad y Tobago Obama prometió «ser uno más en la foto». Sin embargo Honduras le va a exigir ponerse de nuevo en el centro y enfrentar difíciles definiciones. Si actúa por conveniencia e inmediatismo avalará la postura ambigua y complaciente de Hillary, lo que además le evitará conflictos con los republicanos en el Capitolio. Por otra parte si Obama pretende «resetear» la relación con Latinoamérica deberá sacar la voz e implementar medidas claras a favor de la democracia en Honduras, tales como congelar las cuentas bancarias de los que tomaron el poder y sus partidarios en la oligarquía hondureña (medidas que han propuesto algunos periódicos norteamericanos como Los Angeles Times).

Mientras tanto, Latinoamérica parece confundida e impotente. La OEA ha defendido la aceptación del ‘Acuerdo de San José’. Incluso, José Miguel Insulza ha comenzado a conformar la comisión de verificación de este acuerdo, que presidiría Ricardo Lagos. El problema es que el acuerdo de San José supone restablecer el mandato de Manuel Zelaya aunque de forma casi simbólica, un punto que los golpistas no pueden aceptar sin un alto costo político.

Si el golpe benévolo logra legitimarse con elecciones amañadas se cumplirá el vaticinio de Cristina Kirchner: «Si se permite la legalización de este tipo de gobierno, sería la carta de defunción de la Carta Democrática de la OEA, y también una ficción la cláusula democrática de nuestro MERCOSUR». Este escenario catastrófico sólo predice inestabilidad y violencia política, lo que augura un retroceso institucional para todo el continente. Esto es lo que está en juego en Honduras.

 

* Presidente Asociación Chilena de Organismos No Gubernamentales ACCIÓN A.G.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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