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Progresismo y regresismo

Gabriel Angulo Cáceres
Por : Gabriel Angulo Cáceres Periodista El Mostrador
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El «progresismo» ha sido menos claro en responder a preguntas claves en economía, hecho que se advierte en las diferencias internas que ha tenido la adscripción de liberales como Paul Fontaine a la candidatura de MEO o de Andrés Velasco y otros en el área oficialista: ¿qué es ser progresista en…


Roberto Meza A.*

La campaña presidencial-parlamentaria de diciembre próximo y las luchas intestinas que, a propósito de aquella, está viviendo la Concertación, ha repuesto en los medios de comunicación el concepto de «progresismo», instalado por sectores renovados de la izquierda PS-PPD, que, entre el socialcristianismo y la izquierda dura extra-concertación, buscaron en las últimas décadas una identidad que redefiniera una apreciación ciudadana que los ubicaba, más bien, en un ámbito socialdemócrata.

Por razones culturales e históricas, la izquierda tradicional chilena no tiene buen concepto de la socialdemocracia. Los únicos orgullosos de guardar dicha tradición son los más que centenarios radicales, que a  mayor abundamiento, la instalaron en el propio nombre de su partido refundado: Partido Radical Social Demócrata (PRSD). Para el resto, es un trago que se toma con la nariz tapada y a sorbos, como quien bebe una enojosa medicina.

Y es que, para la mayoría de aquellos, socialdemocracia recuerda a «amarillismos», al renegado Kaustky, a los reformistas y, en fin, a todos aquellos que Lenin fustigó en su lucha interna contra los «mencheviques», en la Rusia de 1905-1917. Autodenominarse socialdemócratas, entonces, para mudados «bolcheviques» que conformaron el instrumental PPD de los 90, desde el PS y otras colectividades de tradición marxista, no era pues una opción estética. Surgió así la idea del «progresismo», una forma de decir, ni socialcristiano, ni leninista, sino liberal y progresista de izquierdas. Buena salida significante, aunque confusa en su significado.

En efecto, históricamente el concepto «progresismo» surgió tras la Revolución Francesa de 1789, comienzo del fin de la idea teocéntrico-estática que había marcado el pensamiento europeo durante la Edad Media y que comenzaba a resquebrajarse con la emergencia del paradigma dinámico-mecanisista newtoniano, libertario (en el contexto de la Revolución Liberal del siglo XIX), agrupando posiciones políticas, filosóficas, éticas y económicas que designaban a partidarios del cambio social y las transformaciones económicas, políticas y culturales.

 Frente a ellos, quienes estaban por el mantenimiento del orden vigente, fueron calificados como reaccionarios o conservadores y se incluía en tal conjunto, tanto a melancólicos del Antiguo Régimen, como proclives a distintas formas de compromiso a lo Lampedusa. De modo amplio, las ciencias sociales llamaron al movimiento liberal progresista como la «izquierda», sustentada en los principios ilustrados en que se basó la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad.

Es decir, en su origen, mientras el término opuesto a reaccionario es revolucionario, el concepto contrapuesto a progresista es conservador. A diferencia de estos últimos, los progresistas buscan eliminar todo vestigio que pueda ser un lastre para la condición socioeconómica de ciertos colectivos. Y aunque los conservadores están guiados por similares objetivos, intentan alcanzarlos sin requerir «tabula rasa» de las estructuras anteriores.

Los conceptos «revolucionario» y «progresista», si bien eran prácticamente sinónimos en la primera mitad del siglo XIX, ideológicamente fueron re-significándose, a medida que se imponía la Revolución Industrial, el capitalismo y sobrevenía la matriz sociológica marxista de una sociedad de clases dividida entre burguesía y proletariado, pero que, encabezada por la primera, estaba llevando a cabo transformaciones sociales y políticas que hoy se conocen como la «revolución burguesa», contra los sistemas monárquicos estatistas absolutos e ilustrados.

 A contar de las revoluciones de 1848 en Alemania, Austria, Francia, Hungría, Italia y otros pueblos de Europa Central, cuando se instaló socialmente la contradicción burguesía/proletariado, los «progresistas» fueron abandonando la idea «revolucionaria», para identificarse con el concepto de «reformismo», otra fea palabra para nuestra izquierda tradicional.

Cuando en los medios de comunicación surgió la disputa entre el PPD, encabezado por el senador Guido Girardi, y el comando del candidato presidencial DC, Eduardo Frei, en la que el primero exigía la inclusión de «propuestas progresistas» en el programa del último y a la que raudo ingresó por la puerta trasera el candidato ex PS concertacionista Marco Enríquez-Ominami, adjudicándose para sí el concepto, ya no como propuesta, sino como el «progresismo mismo», muchos se preguntaron ¿qué es ser progresista hoy?

En Europa, como en Chile, el progresismo actual defiende claramente «nuevos tipos de libertades» como las ligadas a la identidad sexual, el aborto y reproducción, el ecologismo, derechos de los animales y otras tradicionales, como el laicismo. También se le entiende tolerante con la diversidad religiosa, la inmigración y multiculturalismo, banderas todas «políticamente correctas», aunque discutibles cuando se trata de imponerlas como «rasero» moral-jurídico al conjunto de la sociedad, con obvio impacto en ciertas creencias y dignidad de la persona humana.

El «progresismo» ha sido menos claro en responder a preguntas claves en economía, hecho que se advierte en las diferencias internas que ha tenido la adscripción de liberales como Paul Fontaine a la candidatura de MEO o de Andrés Velasco y otros en el área oficialista: ¿qué es ser progresista en materia tributaria: subir o bajar los impuestos?; ¿en el área social, un progresista debe aumentar o disminuir la protección social?, ¿en la ecológica, debe estimular o rechazar la energía nuclear para no profundizar el cambio climático? ¿Se es más progresista estando por la globalización o con subgrupos regionales cerrados como Unasur? ¿Progresismo implica más Estado y decisiones públicas o más mercado y decisiones privadas?

Es previsible pues que, en lo sucesivo, estas definiciones-indefiniciones importen colisión de ideas entre el «progresismo» nacional y sus aliados socialcristianos. En efecto, el Papa Benedicto XVI en su reciente encíclica, Caritas in Veritate, dice: «el progreso, en su fuente y en su esencia, es una vocación (un llamado)… decir que el desarrollo es vocación, equivale a reconocer, por un lado, que este nace de una llamada trascendente y, por otro, que es incapaz de darse significado último por sí mismo».

«La vocación -continúa Benedicto XVI- es una llamada que requiere de una respuesta libre y responsable. El desarrollo humano integral supone la libertad responsable de la persona y los pueblos: ninguna estructura puede garantizar dicho desarrollo y progreso desde fuera y por encima de la responsabilidad humana. Los mesianismos prometedores, pero forjados en ilusiones, basan siempre sus propias propuestas en la negación de la dimensión trascendente del desarrollo, seguros de tenerlo todo a su disposición. Esta falsa seguridad se convierte en debilidad, porque comporta el sometimiento del hombre, reducido a un medio para el desarrollo, mientras que la humildad de quien acoge una vocación, se transforma en verdadera autonomía, porque hace libre a la persona»… «Solo si es libre, el desarrollo puede ser integralmente humano; sólo en un régimen de libertad responsable puede crecer de manera adecuada».

Es decir, la libertad, valor tan sustantivo, en tanto concepto y pulsión, razón y emoción, exige progreso y desarrollo, porque el hombre, como insiste Benedicto XVI siguiendo a otros Pontífices, está llamado a «ser más». Hay en esta apreciación, pues, una idea del ser humano trascendente, respetable, autónomo, libre, el que, como tal, debe actuar basado en principios resultantes de fundamentos éticos como amor al prójimo, la justicia y la verdad. Una libertad puramente existencial, unida a un progresismo relativista, donde la acción en el mundo no tiene más principios que los técnicos, ni más visión que la inmanente, puede dar lugar a respuestas inhumanas al «proceso de eliminación de vestigios del pasado», como ya lo mostraron ciertos progresismos ateos del siglo XX, hecho que, en tal sentido, amenaza en transformar los ambiguos progresismo del siglo XXI en un puro «regresismo».

*Roberto Meza A. es periodista, Magíster en Comunicación y Educación de la Pontificia Universidad Católica de Chile y la Universidad Autónoma de Barcelona.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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