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Fotografía y diferencias culturales

Gabriel Angulo Cáceres
Por : Gabriel Angulo Cáceres Periodista El Mostrador
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Una sociedad más intercultural y expuesta a la diversidad, más independiente en lo estético, más relativa en lo ético y en lo religioso, hace -quizás- de Europa una tierra más abierta a la reflexión y al análisis de aquello que incluso resulta a veces incómodo de ver en una simple fotografía.


Alejandro Canut De Bon*

La semana pasada falleció a los 92 años de edad, en su departamento de Nueva York, Irving Penn. Un ícono en la historia de la fotografía del siglo XX, famoso por unir en su trabajo arte y publicidad, haciendo de la portada de la revista Vogue un juego constante entre vanguardia artística y sentido comercial. Repasar esta semana su trabajo en los diversos diarios europeos (incluso las fotografías que no se atrevió a exhibir en ciertas etapas por certeza del rechazo social), y asistir -coincidentemente- a una retrospectiva de la fotógrafa Sally Mann (Museo Fotográfico de La Haya), permiten la siguiente reflexión (una más en el sentido de las que he venido desarrollando los últimos meses en este espacio, procurando contrastar la cultura europea con la norteamericana y, de paso, con la nuestra).

La fotografía, como manifestación artística, suele producir diversas sensaciones. A veces nos enfrenta a imágenes que cumplen a todas luces con los parámetros de lo que nuestra cultura -en general- entiende por belleza. En ese caso la fotografía y el fotógrafo son alagados por moros y cristianos. Un paisaje de nuestra asombrosa naturaleza, un agradable juego de luz y sombra, una perspectiva interesante, una profundidad de campo adecuada, etc. Es decir, una fotografía apreciada por todos -por expertos y  no expertos- como algo bello. Pero en otros casos -y esto es lo interesante- la fotografía artística nos confronta con situaciones o imágenes que nos resultan incómodas, que nos obligan a pensar, a cuestionar y -más importante aún- a autocuestionarnos, recordándonos que las vanguardias han distanciado lo bello del quehacer artístico desde hace mucho y que la finalidad del arte no es sólo la estética o, por lo menos, que ésta tiene un significado mucho más complejo, mucho más profundo y relativo, que aquello que el clasicismo fundó como tal.

Es el caso -por ejemplo- del trabajo de Robert Mapplethorpe (1946-1989), muchas veces discutido e incluso demandado en tribunales por hacer algo que según sus detractores está más cerca de la pornografía que de la fotografía. O también -en mucho menor medida- el trabajo de Sally Mann (1951- www.art-forum.org/z_Mann/gallery.htm), quien fotografió a sus hijos en diversas etapas, recibiendo algún reproche social de los sectores más conservadores de la sociedad norteamericana.

Y he aquí lo interesante para los efectos de esta columna. Si bien muchos de los fotógrafos que han empujado la barrera de la estética un paso más allá del límite preestablecido han sido norteamericanos, parece que ellos han tenido siempre mejor acogida (o al menos, menor cuestionamiento) en Europa que en su tierra natal. En efecto (y esta es sólo mi opinión), el público europeo suele pararse frente a esa fotografía que le resulta incómoda con una actitud tal que le permite sortear esa sensación inicial de rechazo y transformarla en una oportunidad para analizar los paradigmas estéticos y éticos que la hacen producir dicha incomodidad. En ese ejercicio existe una suerte de autoanálisis que hace del arte un instrumento o medio de reflexión social. Lo nuevo, lo oculto, lo reprimido, e incluso lo grotesco -es decir, aquello que se aleja del formalismo, de la convenciones estéticas y de la rigurosidad moral- es lo que lleva a cierto público (más en Europa que en Estados Unidos) a comprender que no siempre lo importante es la exacta proporción o la perfecta perspectiva… sino la reflexión sobre los propios sentimientos y el análisis de los paradigmas a través de los cuales vemos el mundo.

Así, cabe preguntarse a qué se debe ese contraste entre el público europeo y el americano (y me refiero al público en su acepción más general, no al público educado o experto que resulta similar en todas partes del mundo, sea en París o en N.Y.). Sin duda la respuesta es profunda y escapa a las posibilidades de una columna como ésta. Una sociedad más conservadora, menos expuesta a diferencias culturales, una mayor presencia de paradigmas religiosos y éticos, un ideal del arte como algo aún clásico, etc., son quizás parte de la respuesta que explica el comportamiento del público norteamericano (sobretodo de esa Norteamérica profunda,,, alejada de la influencia de N.Y., San Francisco o Chicago). Por el contrario, una sociedad más intercultural y expuesta a la diversidad, más independiente en lo estético, más relativa en lo ético y en lo religioso, hace -quizás- de Europa una tierra más abierta a la reflexión y al análisis de aquello que incluso resulta a veces incómodo de ver en una simple fotografía.    

*Alejandro Canut De Bon es abogado.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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