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El dolor es una trampa

Gabriel Angulo Cáceres
Por : Gabriel Angulo Cáceres Periodista El Mostrador
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El ideólogo Opus Dei, Joaquín Lavín, hace énfasis en que las carencias que tiene un niño de La Pintana son las mismas que permiten el desarrollo de su ingenio, haciéndolo fuerte e incluso más inteligente que un niño criado en Vitacura.


Por Karen Hermosilla*

Se ha dicho hasta el hartazgo que los humanos somos seres de costumbres y que por lo tanto somos capaces de habituarnos a cualquier contexto o circunstancia. Es por eso que los relatos sobre resiliencia abundan no solo en los devocionarios católicos, pues son parte medular en los congresos empresariales, las publicidades de Nike, y las películas hollywoodenses, además de ser materia prima de nuestras entrañables 27 horas de amor.

En La Revolución Silenciosa, el ideólogo Opus Dei, Joaquín Lavín,  hace énfasis en que las carencias que tiene un niño de La Pintana son las mismas que permiten el desarrollo de su ingenio, haciéndolo fuerte e incluso más inteligente que un niño criado en Vitacura.  Y si lo vemos fríamente, incluso la vida de grandes personajes no serían las mismas sin las privaciones y los sufrimientos, esas  tragedias que superaron la ficción de Sófocles; esos  traumas que les fueron útiles para destacarse ante  los pueriles dramas cotidianos, con débiles conflictos, nimios dramatismos y nudos desatados desde el comienzo. Pero quienes fueron vengadores capaces de ganar el gallito frente al feroz puño del destino, son pocos y lamentablemente la mano invisible siempre está atenta para dar su golpe de gracia.

El dolor a pesar de ser fuente de experiencia y templar el carácter, se ha sobrevalorado con el fin de convencer de que entraña un poder en sí mismo. Ésta arraigada costumbre hace naturalizar los abusos y trasformar la victimización en una conducta cotidiana que frena las tracciones homéricas, esos arrojos que hace rato hubiesen trasformado el mundo. Pero se ha consensuado la litúrgica contemplación que nos ha llevado al fin de la historia, al término de las acciones que podrían dar movilidad y otorgar coherencia al  tiempo que transcurre terrible, en el crecimiento del pelo, las uñas, y el paso paulatino del calor al frío y del frío al calor.

Así como hay un hemisferio sur, hay otro norte,  y tanto existe la ficción como la realidad. Pero para que esto suceda debe haber algo que los divida de forma orgánica o impuesta.  Si para el asunto de definir el norte y el sur está una línea imaginaria trazada sobre el globo, el sueño es el suceso que detona  el inconsciente, lo onírico, tan distinto al quehacer definido por las normas sociales cuando uno está despierto y activo. De la misma forma el placer y el dolor, poseen un elemento que actúa para que sean antónimos.

Pero este es un asunto de sumo complicado por la arbitrariedad para determinar qué es lo que nos hace sufrir o sentirnos plenos. A pesar de las subjetividades, podemos decir que la presencia o ausencia de salud define el polo que ocuparán nuestros sentimientos. Poseerla nos otorga alegría, y perderla nos provoca dolor. Estamos frente a una dicotomía elemental como la hallada entre  Demócrito, que todo lo reía, y Heráclito, que todo lo lloraba, como reza el poema que el peruano Clemente Althaus dedicara con tanta ternura a su bella Amalia

 En un mundo donde las cosas caducan cada vez con mayor velocidad,  «se echan a perder» a raíz de la fragilidad propia de los materiales desechables o de baja calidad, es bastante común caer en la decadencia, en la enfermedad y ganar experiencias dolorosas. Y esto pasa indiscutiblemente por un asunto material. Por una situación que intrínsecamente está emparentada con la «necesidad». El órgano que escasea. La vitalidad que se apaga. El malestar que coarta e invalida.

Lo curioso es que parece ser que los apologistas del dolor  son los que están menos influidos por las «ausencias», ya que por razones estructurales no están habituados a vivir en carne propia los embates del destino.  No están sometidos a la necesidad, ni a la «falta» de ningún tipo, así sean menos ingeniosos que el pelusa de la Pintana del que nos hablara Lavín. Esta gente  misericordiosa, aquellos  que practican la «caridad» y la «solidaridad», quienes por un llamado interior  son «felices ayudando», los filántropos que encuentran el sentido a su vida utilizando el dolor como su hobby, son quienes trazan las líneas sociales imaginarias, lo trópicos y el Greenwich. Encarnan el elemento disociativo que genera diferencias para mantener un orden y justificar la existencia del dolor, que no es otra cosa que  la pobreza, y con ello el abuso, la usura  y en definitiva el mal, obligatorio para que pueda existir el bien. Un bien basado en el asistencialismo y la limosna.

Estas son las «circunstancias» que obligatoriamente constituyen la realidad. Las que perpetúan las pugnas, la victimización y las mediocres reivindicaciones.

El dolor es una trampa que se erige para fortalecer a quienes no están vulnerables a su padecimiento, a quienes  pueden sentirlo como un fetiche, pero jamás como una constante humillación manada de la jerarquía de clase. Es por este motivo que debemos evitar compadecernos falsamente, es por eso que debemos tomar el toro por las astas y comenzar a ejercitar el ocio, soltando las riendas de una vida que parece ser prestada por las instituciones de control. Atrevámonos a ser felices, a ser saludables, a vivir ahora, pues las velocidades son altas y solo nos acercan a las borrascas del futuro.

 *Karen Hermosilla es periodista.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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