Publicidad

El problema de la democracia de los acuerdos

Domingo Lovera
Por : Domingo Lovera Coordinador del área de derecho constitucional y derechos humanos del Centro de Derechos Humanos, UDP
Ver Más

Hoy, son todos amigos y algunas interesantes investigaciones periodísticas nos revelan, además, que son socios privados, familiares, compañeros de vida. Terminar con una política de convivencia y connivencia demanda más que solo palabras.


La discusión política del momento se refiere a la democracia de los acuerdos. La democracia de los acuerdos consiste, de modo más menos general, en administrar los grandes  asuntos de la República sobre la base de consensos, antes que debates. Hoy -afirman sus promotores- la política ha dejado atrás las luchas ideológicas y la nueva forma en que se adoptan las decisiones colectivas se ubica lejos de la dicotomía amigo-enemigo.

Hoy, son todos amigos -y algunas interesantes investigaciones periodísticas nos revelan, además, que son socios privados, familiares, compañeros de vida-. Hoy, insisten los consensualistas, todos buscamos satisfacer los intereses generales de la nación, antes que reivindicar viejas escuelas que el propio devenir de los tiempos nos ha enseñado obsoletas.

Esta forma de hacer política, que en Chile se impuso desde el comienzo de la transición, llevó al Congreso a ocupar un lugar muy secundario. Ya no eran relevantes las ideologías políticas y los planes de gobierno de cada uno de los candidatos. La gente fue forzada (ideológicamente) a creer que es mejor votar por personas que por ideas; a escoger personas antes que partidos; a elegir personas pues estamos -en esa frase liviana patentada por Lavín- aburridos de la política.

[cita]¿No era que en democracia las decisiones se adoptan por mayoría? No en Chile.[/cita]

Mientras la política de los acuerdos celebra el fin de las ideologías (al menos retóricamente; la democracia de los consensos es ella misma una), el lugar cuya esencia es servir de espacio a la deliberación pública, el Congreso pasó a ser una oficina encargada de visar los acuerdos negociados y adoptados en cualquier otro lugar entre las “fuerzas políticas relevantes” -citando a la Ministra de Educación en el contexto de las críticas estudiantiles a la LGE.

Hoy, la democracia de los acuerdos vuelve a ponerse en el tapete. Mientras la Alianza reclama la ayuda de la Concertación en vistas a construir un Gobierno de unidad nacional preocupado de los “problemas de la gente,” desde esta última se han escuchado algunas voces críticas frente a la invitación. Ya no existe una inestabilidad política con Pinochet a cargo del Ejército, llevamos un camino más menos prolongado -pero la historia nos ha enseñado que siempre frágil- de gobiernos democráticos y la alternancia en el poder se ha transformado, de modo casi irreflexivo, en un valor a tributar. Ya no es necesario consensuar todas y cada una de las grandes decisiones políticas.

Pero, ¿basta con buenas intenciones? ¿Son suficientes las palabras de quienes reclaman volver a una política de debate? La respuesta es evidente: no. Nuestros esquema constitucional posee una serie de arreglos institucionales que van a llevar a quienes reclamen el fin de la democracia de los acuerdos a la alienación. El sistema, en otras palabras, está armado para forzar los acuerdos y tarde o temprano van a terminar en lo mismo.

Primero, tenemos un sistema electoral que fuerza el empate en las Cámaras. Salvo dos o tres fuerzas políticas descolgadas, cuya relevancia aparece solo a efectos muy secundarios, tanto en el Senado como en la Cámara los dos grandes bloques políticos en cuestión comparten un número similar de parlamentarios. 2 o 3 parlamentarios más para la Alianza en la Cámara, 2 o 3 parlamentarios más en el Senado, para la Concertación.

Pero, ¿no era que en democracia las decisiones se adoptan por mayoría? No en Chile. En nuestro esquema constitucional, parte importante de las decisiones políticas más relevantes deben adoptarse por medio de quórum de súper mayoría. Esto es lo que ocurre con las leyes orgánicas constitucionales, mecanismo escogido por la dictadura -además de uno que otro ejercicio de enlace- para mantener esos mismos temas relevantes al margen de las mayorías cambiantes.

Esto explica que, en materia de educación, hayamos tenido que presenciar a los representantes de la Alianza y la Concertación de dedos entrelazados alzando los brazos al cielo en señal de acuerdo -de nuevo, alcanzado fuera del Congreso. En virtud de los quórum de súper mayoría que es necesario lograr, el sistema constitucional chileno demanda “grandes acuerdos para los “grandes temas”. La escasa ventaja de escaños que existe a favor de una y otra fuerza política en el Congreso es insignificante a la hora de modificar alguno de los aspectos estructurales “protegidos” por las leyes orgánicas constitucionales.

Como se aprecia, aún cuando se nos diga que la alternancia en el poder es buena, el mismo sistema responde de modo claro: eso no es cierto. La alternancia en el poder en este esquema es equivalente a hacerse cargo de la administración de los acuerdos, siempre y cuando los grandes asuntos permanezcan bajo la regulación que la dictadura nos legó y el sistema está diseñado para que eso sea así.

Finalmente, la misma política de los acuerdos que ha venido operando de manera perfecta para los intereses de la “clase política relevante” ha llevado a la Concertación y la Alianza a copar las instancias de control de los acuerdos parlamentarios con miembros que responden casi en igual número a uno y otro bloque. Otro empate.

Es lo que ocurre, por ejemplo, con los miembros del Tribunal Constitucional, donde nuestros parlamentarios prefirieron ir designando “uno tú y uno yo” antes que debatir sobre sus perfiles y escrutar sus aptitudes. Acá el sistema constitucional chileno roza la perfección si lo que se quiere es forzar los acuerdos: (i) las mismas leyes orgánicas que demandan altísimos quórum que no pueden alcanzarse sino por medio de acuerdos, (ii) toda vez que el sistema binominal ha forzado ya un empate técnico en el Congreso, (iii) son controladas, además, por el TC.

Terminar con una política de convivencia y connivencia demanda más que solo palabras. Demanda reformas profundas a la institucionalidad. Sin embargo, acá es donde el sistema constitucional vuelve a darnos la espalda. ¿Cómo lograr esas grandes reformas sino por medio de acuerdos alcanzados fuera del Congreso?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias