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Videojuegos: una historia personal


Joseph Andrés no ha cumplido tres años y ya sabe pronunciar palabras importantes. Apenas lo siento en su sillita en el auto, dice con cierta urgencia: “iphone, iphone”. Le paso mi celular, y él busca sus aplicaciones (“Itsy Bitsy”, “Lunchbox”…) y escoge rápidamente la que le interesa. En el piso del Nissan están tirados los libritos con los que solía entretenerse. Creo que es temprano para preocuparse de que el mundo haya perdido otro lector; lo que sí es seguro es que, gracias a las redes sociales y a los celulares, los videojuegos se han vuelto ubicuos y son, casi sin darnos cuenta, una parte cada vez más importante de nuestra vida cotidiana.

A los diez años visité la casa de un chico de mi barrio al que su padre le había traído un Atari de los Estados Unidos. Por entonces sólo se podía jugar Pong, pero era más que suficiente para que ese chico ganara puntos en la estima popular. Ahí estábamos todos, hipnotizados en el living mientras una pelota iba y venía de un lado a otro en la pantalla en blanco y negro. Tiempo después, en mi cumpleaños, me presté un Atari de un amigo para que mis invitados se divirtieran; ahora los juegos eran a colores y había más variedad. Igual, en esa época no eran lo suficientemente seductores para lograr que dejáramos el fútbol con tapitas de refrescos sobre una frazada.

Los videojuegos se borraron de mi imaginación hasta que apareció SimCity a fines de los ochenta. Me perdí el gran desarrollo de las consolas en la década del noventa, época en que las compañías dominantes apostaron por el videojuego como una experiencia absorbente más que un entretenimiento casual. Cuando me compré una PlayStation 2 a principios del 2000, descubrí que terminar un juego de plataforma podía tomarme entre treinta y cuarenta y cinco horas, y me quedé en los márgenes, disfrutando de vez en cuando de un partido de fútbol.

La década pasada, los videojuegos en celulares explotaron, sobre todo a partir de la aparición del iPhone. Al mismo tiempo, la consolidación de las redes sociales hizo que fuera normal, para alguien a quien le intimidaban juegos como Metroid Prime en las consolas, dedicar una hora al día a cultivar tomates y uvas en FarmVille. A mí esa adicción me duró un par de meses. Decía que lo hacía espoleado por Gabriel, mi hijo de nueve años, pero en el fondo era porque me gustaba ver cómo crecía mi granja, cómo cada nuevo nivel me permitía cultivar nuevas frutas y verduras. No es de las cosas de las que más me sienta orgulloso, pero al menos ya me libré (FarmVille cuenta hoy con setenta y cinco millones de usuarios activos que juegan y son también jugados por el juego: muchos de ellos prefieren comprar sus bienes virtuales y gracias a ello han convertido a Zynga  en la compañía más grande de juegos sociales en Facebook).

Compré una consola para tener algo con que Gabriel se divirtiera los fines de semana que le tocaba quedarse conmigo, pero ahora descubro que cada vez que viene a casa se encierra en los juegos y hablamos poco. Bajé algunas aplicaciones en el iPhone para que Joseph Andrés se entretuviera sin mi ayuda, pero ahora anda hipnotizado por mi celular. Cada vez que intento regular las horas de juego, termino quebrando mis propias reglas, porque, bueno, no es fácil ser padre en un pueblito en los Estados Unidos (el videojuego es una niñera más participativa que la televisión).

Hubo alguna vez un debate acerca de si los videojuegos eran útiles para el desarrollo del adolescente –en la coordinación, en la velocidad de respuesta en emergencias–, si permitían la proliferación de impulsos agresivos o si producían chicos autistas. Yo diría que todo a la vez (aunque no creo que un videojuego violento te convierta en un asesino). La paradoja, sin embargo, es que ahora que todos los jugamos ya no hay debate. Quizás porque todos nos hemos vuelto autistas.

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