Publicidad

El Uruguay de Mujica y la renovación

Osvaldo Torres
Por : Osvaldo Torres Antropólogo, director Ejecutivo La Casa Común
Ver Más

[cita]Guardando las diferencias con Uruguay, Chile en términos gruesos, requiere de una nueva estrategia de desarrollo que ponga el acento en una economía productivista, informatizada y sustentable que agregue valor a los bienes, lo que demanda una educación de calidad y el uso de su potencial humano.[/cita]


José Mujica, el nuevo presidente uruguayo es la antítesis estética del político glamoroso, «metrosexual», del barrio alto o autoritario. Tiene 74 años, es gordo, bigotudo, cultiva un campo a las afueras de Montevideo con su esposa presidenta del Senado; no tiene hijos. Es también la antítesis de la renovación generacional, tan de moda en nuestro país, pero tan poco practicada.

Mujica es tupamaro. Participó de las acciones armadas en los sesenta, lo metieron preso por más de una década, luego participó en la reconstrucción de su movimiento y pasó a jugar un rol clave en la renovación de la izquierda uruguaya. Esto ayudó al triunfo de la izquierda y el progresismo (Frente Amplio-Espacio Progresista) con Tabaré Vásquez el 2004.

[cita]Guardando las diferencias con Uruguay, Chile en términos gruesos, requiere de una nueva estrategia de desarrollo que ponga el acento en una economía productivista, informatizada y sustentable que agregue valor a los bienes, lo que demanda una educación de calidad y el uso de su potencial humano.[/cita]

Luego de su triunfo electoral, el diario La Nación de Argentina lo caracterizaba como «frontal, polémico, sanguíneo», directo y claro.

En la citada entrevista éste afirma que «si por izquierda se entiende una fuerte intervención del Estado y una tendencia estatizante, no tengo nada que ver con eso (…) Yo soy más libertario que estatista. Me inclino por otro lado. Y no soy muy amigo de la burocracia ni nada por el estilo». Es decir, en un Uruguay donde el Estado no fue desmantelado como en Chile, la idea es más sociedad civil, más autonomía a las personas, menos concentración del poder.

Luego Mujica agrega: «ningún gobierno se debe comer el partido porque, si lo hace, se come la utopía (…). El partido tiene defectos y tiene errores, pero hay que trabajar para que los supere, para que tenga autoridades internas, para que tenga justicia interna, filtros, para que pueda escupir lo que no sirve. Si no, caemos en los tipos iluminados». Este enfoque permitiría revisar nuestras prácticas partidarias, que suspendieron la democracia interna y repartiéndose los cargos del Estado anularon la capacidad crítica, los estatutos y las propuestas de avanzada, para llegar a tener partidos «del» Estado y no «en» él. Así, finalmente un grupo de políticos ‘iluminados’ decidió cuál era el candidato presidencial a imponerle al pueblo concertacionista.

También Mujica y el F.A. se propusieron generar un «Uruguay inteligente» fortaleciendo el sistema educacional público, para que en «15 años ningún muchacho se quede sin educación terciaria». Esto implicará no sólo esfuerzos de inversión en infraestructura sino poner el eje en la educación pública, gratuita, laica y sus recursos humanos, como centro de un nuevo tipo de desarrollo: el Uruguay productivo.

A mi entender hay cuatro temas importantes a considerar, entre muchos, respecto de la izquierda uruguaya que pueden ser útiles a nuestro debate: el programa, las fuerzas que lo apoyan, el liderazgo y democracia interna.

En el caso del Frente Amplio, la alianza de izquierda, debieron pasar 20 años de recuperación de la democracia para que llegara por primera vez en la historia al gobierno y ello se debió a la moderación de su programa, que implicó renunciar a la reforma agraria, a la nacionalizaciones de la banca y el comercio exterior y al no pago de la deuda externa, entre otras y poner el acento en un modelo productivista que desplazara la especulación financiera como eje articulador de la economía.

También a  la ampliación de las alianzas hacia el centro político (el Espacio Progresista), sin perder a los sectores más de izquierda como los ex Tupamaros (Movimiento de Participación Popular, MPP) o los más ortodoxos como el PC; al hecho de tener un liderazgo capaz de abrir esos caminos produciendo confianza en los seguidores y en los electores que se buscaba atraer: y a congresos para decidir democráticamente programa y candidaturas, cada dos años. Es decir una institucionalidad respetada por todos los partidos de la coalición, que se asienta en la soberanía de sus electores y militantes y no una legalidad manipulada por los intereses políticos de algunos.

El camino chileno ha sido completamente distinto, porque la Concertación se constituyó el ’87, como una alianza de centro-izquierda excluyendo al PC y al MIR, para participar en la transición y el gobierno con un programa de orientación liberal en lo económico y de reconstitución del rol social del Estado, en un contexto de una rígida institucionalidad heredada por la dictadura.

A 20 años, el agotamiento de la «democracia pactada» por todas sus limitaciones constitucionales y una economía cada vez más concentrada, en un país transformado y muy desigual, está haciendo emerger un nuevo cuadro político en las fuerzas democráticas y de izquierda luego de la campaña con tres candidatos y la posterior derrota presidencial.

Guardando las diferencias con Uruguay, Chile en términos gruesos, requiere de una nueva estrategia de desarrollo que ponga el acento en una economía productivista, informatizada y sustentable que agregue valor a los bienes, lo que demanda una educación de calidad y el uso de su potencial humano, por lo que hay que desplegar normas laborales justas para los trabajadores, libertades para las personas y un sistema político descentralizado y más democrático. En este contexto, ¿qué debería proponer la izquierda?

Un camino maximalista es proponerse un programa estratégico que sólo se alcanza con una revolución política y una fuerza social suficiente para sostenerla. En esto la nacionalización del cobre, la asamblea constituyente entre otros objetivos aparecen como coherentes, aunque probablemente sin respaldos mayoritarios en el electorado, lo que lo hace inviable.

Otro camino es levantar un programa realizable y que por su horizonte permita articular las mayorías necesarias para dotarnos de una Constitución democráticamente elaborada y aprobada y que incluya las formas de propiedad de los recursos naturales no renovables (agua, minería, etc).

Es un camino para luchar por un tipo de reforma tributaria que sin desalentar la producción privada, opere redistribuyendo la riqueza partiendo por hacer pagar a los especuladores financieros y a las grandes fortunas; un régimen político semipresidencial, descentralizado y con autonomías regionales y comunales, que superando el binominal, impliquen la elección democrática de autoridades regionales;  asumir las aspiraciones liberales de la sociedad como el derecho a la eutanasia, el aborto, las uniones homosexuales; y liderar una segunda fase de políticas sociales que den más autonomía a las personas y aseguren servicios sociales de calidad como un derecho.

En síntesis, países distintos, desafíos diferentes. Pero para ser de izquierda «aquí y en la quebrada del ají», se requiere proponer transformar lo posible, con las fuerzas que se han acumulado. Ser de izquierda, siguiendo a Bobbio, es mantener la lucha por la justicia social y la libertades ciudadanas, y en esta tarea hay muchos aliados. Para ello requerimos liderazgos que entiendan que nadie es depositario de una verdad que en realidad parece estar repartida y que requerirá de un camino de aproximación por el diálogo y no la descalificación.

Este es un capital acumulado que ninguna izquierda debiera despreciar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias