Publicidad

El Pecado de Karadima

Manuel Riesco
Por : Manuel Riesco Economista del Centro de Estudios Nacionales de Desarrollo Alternativo (Cenda)
Ver Más


El cura Karadima parece un personaje banal. No manifestaba ninguna cualidad, física, intelectual, artística o moral, capaz de inspirar el más mínimo respeto o admiración. Decididamente no era John Kennedy. Mucho menos, Gary Cooper.

Más bien todo lo contrario. No se requería ser un pequeño Freud para darse cuenta de sus inclinaciones sexuales. O un joven Proust para percibir su grotesco arribismo social. Su persona provocaba un instintivo y decidido rechazo. Por no utilizar la palabra que resulta más apropiada, que en estas circunstancias podría faltar a la caridad que reclaman los obispos.

Era vox populi. Tema en los recreos escolares. Se comentaba en las familias. Más que seguro, no había nadie en la iglesia que no lo supiese. Desde mucho antes. Así y todo, se convirtió en ícono del grupo más influyente del país. Inspirador de vocaciones. Maestro de futuros obispos. A lo largo de medio siglo.

Cuando finalmente, algunas de sus víctimas tuvieron la valentía de presentar acusaciones formales en su contra, la jerarquía eclesiástica se hizo la lesa. No investigó nada y archivó los procesos por falta de méritos. Hoy, en medio del gran escándalo que estremece hasta las palomas de San Pedro en Roma, esas denuncias han recobrado vida. Alcanzaron la primera plana sólo después de saberse que aparecerían publicadas en el principal diario del mundo. Saltaron a la justicia ordinaria. Sin embargo, los obispos insisten en recomendar a sus otras víctimas que no abran la boca, al menos fuera de la iglesia. El día domingo, cientos de feligreses incrédulos repletan las parroquias del llamado barrio alto, para manifestarle su apoyo incondicional.

Puede haber sido un tipo astuto o sencillamente obedecía a sus convicciones más íntimas. Da lo mismo. El hecho es que Karadima se alzaba como baluarte del pensamiento más conservador. En medio de grandes convulsiones y cambios. En el seno de una iglesia que avanzaba decididamente en la dirección de los tiempos. En la parroquia ubicada en el corazón mismo de la feligresía que, acertadamente, apreciaba el curso de los acontecimientos como una amenaza de muerte a sus privilegios seculares. A cargo de la dirección espiritual de un grupo de niños nada de inocentes. Se daban perfecta cuenta de lo que ocurría a su alrededor. No podían dejar de percibir que su mundo se estaba viniendo abajo.

Por eso se le perdonaba todo. Se lo transformó en un engranaje no exento de importancia, en el complejo y sutil mecanismo del poder social, en el epicentro del grupo hegemónico. Los niños acudían a él, se sobreponían a su desagrado, toleraban sus abusos más o menos descarados, prestaban oído a sus atrabiliarias concepciones. Todo, porque sabían que representaba un camino hacia algo que no podían precisar, pero que captaban como importante para su futuro, dentro o fuera de la iglesia. Por lo mismo, sus familias lo aceptaban de buen grado. Incluso los estimulaban.

La cosa pasó de castaño a obscuro. Las vieron negras. Las reformas abrieron paso a una auténtica revolución. Karadima continuaba en lo suyo. En su parroquia y con su bendición, se velaron las armas con que algunos discípulos suyos asesinaron a un general. En una conjura financiada y aperada por una potencia extranjera. Los mismos que, se dice, ayudó a escapar del país cuando la enloquecida operación se fue a las pailas y en definitiva precipitó las grandes transformaciones que vendrían a continuación.

Una acción siempre genera una reacción. Los grandes cambios nunca son lineales. Avanzan a través de una sucesión de retrocesos. Todas las grandes revoluciones modernas fueron derrotadas. Desde fuera o desde dentro. En sus pasajes más obscuros, siempre sufrieron el embate de la coalición del miedo y el odio revanchista, alzada en contra del progreso. El ejército de la cobardía y la infamia, que abunda en todos los sectores sociales. Por un período, lograron imponer al país la obscuridad de sus almas. Durante unas décadas, pareció que Karadima había triunfado.

Sin embargo, a pesar de su derrota, a la larga, todas las revoluciones modernas lograron  imponer sus objetivos. Aquello por lo cual habían luchado se logró, de todas formas y con otros nombres. La vieja sociedad que tanto añoraban Karadima y los aterrorizados feligreses de su parroquia, quedó bien muerta y enterrada. Ahora, cuando todo aquello finalmente empieza a quedar atrás, Karadima ha quedado al desnudo. En definitiva, un pobre tipo, Karadima. No ha sido el único, aunque quedan no pocos dándose vueltas por ahí.

Hay en todo ello algo de justicia divina. Nos hace muy bien a todos.

Sin embargo, no todos los curas de la época fueron como Karadima, ni mucho menos. Muy por el contrario. La jerarquía eclesiástica de entonces tenía cosas mucho más importantes de cuales preocuparse que de sus «leseras y cochinadas de cura,» como las llamaba Karadima. Encabezaba en buena medida los cambios que se estaban desatando en el país. Sabía que la actitud que adoptase la elite iba a resultar decisiva. Lejos de abandonarla, destinó a ella a varios de sus cuadros más carismáticos. Una pléyade de brillantes sacerdotes jóvenes. Pletóricos en todos los talentos que la naturaleza o el Creador pueden dispensar a sus criaturas. Inspirados por el único santo chileno de verdad, al que siguieron en forma consecuente a lo largo de todas sus vidas. No como Karadima, de quién se dice que alguna vez le conoció también, pero al parecer sin mayores consecuencias.

Su labor apostólica era entonces exactamente la opuesta a la que ejercía Karadima. En lugar de manipular los miedos de los niños y jóvenes, reforzaban sus esperanzas. En vez de atraerlos a la obscuridad que moría, les mostraban la luz que nacía. Inspiraron, guiaron y acompañaron, a los miles y miles de jóvenes de entonces, la mejor expresión de todos los sectores sociales, que abrazaron la causa del progreso con generosidad, responsabilidad y finalmente, en muchos casos, con sencillo heroísmo.

Estos otros curas eran también hombres, que acarreaban por la vida sus miserias junto a sus grandezas. Sin embargo, hasta el día de hoy, cuando están ya viejos, retirados y algunos han muerto recientemente, continúan representando la más elevada estatura moral e intelectual a la cual puede aspirar un ser humano. Siguen inspirando respeto y admiración, sana veneración, a todos los que les conocen. Serán recordados por siempre.

Publicidad

Tendencias