Publicidad

Gansos que fingen ser machos alfa


Uno tras otro, los periódicos del mundo van desapareciendo. Internet y la televisión por cable son culpables de la sangría: el ciclo de noticias de 24 horas al día hace que un periódico impreso se vuelva obsoleto rápidamente. Hay quienes luchan por sobrevivir y buscan todo tipo de formas para adaptarse al aire de los tiempos. Sea como fuere, la época dorada parece estar detrás nuestro: la industria no morirá, pero tampoco reconoceremos en ella lo que alguna vez fue.

Éste es el momento ideal, entonces, para que la literatura, siempre entusiasta en su búsqueda de personajes, artefactos y lugares sobre los cuales construir una elegía, se fije en el mundo del periódico, «ese informe diario de la estupidez y la brillantez de la especie». Tom Rachman, nacido en Londres hace 35 años, acaba de publicar su primera novela, Los imperfeccionistas (Urano), una sátira entrañable sobre un periódico sin nombre cuya base de operaciones se encuentra en Roma. El periódico recuerda en algo al International Herald Tribune: está escrito en inglés y tiene cierta proyección internacional. Sus periodistas son en su mayoría norteamericanos expatriados, gente de muchos defectos que se imagina mejor de lo que es pero termina siempre vencida por sus mezquindades.

La estructura de la novela parece compleja pero es en realidad muy simple: once capítulos que se leen como cuentos, dedicado cada uno a un personaje del mundo del periódico, entre ellos Winston Cheung, el inseguro corresponsal en el Cairo, Arthur Gopal, responsable de los obituarios, o Herman Cohen, el editor de correcciones, que, obsesionado por la «credibilidad» de su producto, tiene un ataque de nervios cada vez que alguien escribe «Sadism Hussein» o la palabra «literalmente»; entre capítulos se incluyen secciones breves en cursivas que van contando la historia del periódico, desde que se discute la idea de su fundación, en un café romano en 1953, hasta que, golpeado por la crisis, el nieto del fundador, Oliver Ott, un excéntrico que sólo habla con su perro, decide cerrarlo en el 2007. Es notable el esfuerzo de Rachman por lograr una narrativa que funcione a la vez como novela y como libro de cuentos; sin embargo, lo cierto es que, cuando uno recuerda Los imperfeccionistas, se queda sobre todo con algunos capítulos brillantes (es decir, triunfan los cuentos, no la novela). Los dedicados a Cheung y Cohen son los mejores.

Los cuentos también tienen un armado muy reconocible. El personaje en torno al cual gira la acción tiene un punto débil que producirá su caída. Por dar un ejemplo: a Lloyd Burko, el corresponsal en París, le ha llegado la edad y no encuentra historias para venderle al periódico en su calidad de «freelance»; cuando su hijo, que trabaja en un ministerio de gobierno en París, le cuenta algo confidencial en la comida, Lloyd decide utilizar esa información para escribir la noticia, sin importarle el hecho de que pondrá en riesgo el trabajo de su hijo. El cuento se resuelve con un giro sorpresivo que recuerda a O. Henry. Durante casi todo el libro, estos finales sorprenden de veras, pues nos revelan al personaje en toda su complejidad. Sin embargo, este giro se vuelve predecible, y la novela pierde algo de fuelle: dos de los últimos tres capítulos/cuentos (los de la lectora y de la directora financiera) son los más débiles y llegan a ser inverosímiles.

Lo que emerge de Los imperfeccionistas es una elegía agridulce a ese mundo de «gansos que fingen ser machos alfa». Rachman ha conseguido un sólido debut literario. La edición en español hace justicia al libro al incluir el subtítulo «una novela en relatos». La traducción es precisa y no llama la atención sobre sí misma.

Publicidad

Tendencias