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La mujer y la izquierda 1, comencemos por Irán y sus aliados


En estos días, en Iran, no son pocas las mujeres condenadas a muerte por adulterio. En algunos casos, el adulterio es real; en otros, la acusación es sólo una forma expeditiva en que un marido puede deshacerse de su mujer si es que ya no quiere tenerla a su lado. En ambos escenarios la condena es un escándalo para la noción misma de derechos humanos.

Una vez que la acusación se produce es práctimante imposible escapar de la condena. Si la mujer niega el cargo, se la somete a 90 latigazos, hasta hacerla «confesar». Si luego apela y desmiente su propio testimonio, la Corte Suprema puede desoír el reclamo sin necesidad de revisar pruebas: basta con un voto basado en impresiones. Si la acusada no entiende el farsi, el idioma oficial usado en los procedimientos legales, no se le proporciona un traductor. De cualquier forma, como en muchos códigos legales del mundo árabe, el testimonio de la mujer tiene la mitad del valor del testimonio de un hombre.

Una vez que todas las instancias han sido recorridas, la condena es la muerte por apedreamiento: la mujer es llevada a un lugar, casi siempre público, donde es enterrada hasta el pecho, y se le arrojan piedras «lo suficientemente grandes para causar dolor pero no tanto que la maten de inmediato» (*). El proceso continúa hasta que la mujer muera.

Sakineh Mohammadie Ashtiani es una mujer de 42 años, madre de dos hijos, iraní descendiente de azerbayanos, de lengua turca. Ha pasado ya por todas las instancias que mencioné y en cualquier momento puede morir lapidada. Como mueren en Irán mujeres que resultan embarazadas por violación, mujeres que son abusadas en casa y se atreven a responder, niñas como Zhila Izadi, de 13 años, que en 1994 fue acusada por su propio padre por esperar un hijo de su hermano de 15.

El régimen de los mullahs de Irán es sin duda de los más atroces que conoce el mundo hoy. Pero el presidente de Irán se pasea por el planeta recibiendo abrazos y cariños y condecoraciones de diversos gobernantes que, sin embargo, se proclaman a sí mismos defensores de los derechos humanos, de los derechos del pueblo, de los derechos de los desposeídos y de los marginados.

Más de una vez he escrito sobre esto mismo, pero nunca está de más hacerlo de nuevo: ¿acaso para ser de izquierda y llamarse antiimperialista, es necesario alinearse con regímenes criminales y darles palmaditas en el hombro a los asesinos? ¿Qué hace un líder como Lula da Silva proclamando su cercanía al régimen de Ahmadinejad? ¿Es acaso ese régimen algo que él querría ver encarnado en su país?

La respuesta es que no, sin duda alguna, y supongo (supongo) que lo mismo puede decirse de Chávez, Morales, Correa o el nicaragüense Daniel Ortega (en la imagen), los otros líderes latinoamericanos que andan fotografiando sus amores con Ahmadinejad cada vez que les cae la ocasión. Pero entonces, ¿es que la política de conveniencias internacionales de estos personajes y de sus gobiernos tiene una prioridad tan, pero tan mayor que su simple moral?

¿Y qué pasa con las mujeres de esos regímenes? ¿Dónde está la voz de las revolcuonarias cubanas y venezolanas y nicaragüenses, y dónde la de las lideresas populares de Correa y Lula? ¿Qué es lo que tiene que decir la izquierda populista latinoamericana ante el femicidio sistemático en Irán y en otros países árabes?

¿Es que basta con que Ahmadinejad sea el líder antiamericano por excelencia en su esquina del planeta, que apoye logísticamente al terrorismo de Hamas en Palestina y amenace a Israel, y que se alíe a Chávez y Lula entre los productores de petróleo, para que todos sus crímenes sean borrados de la conciencia de la izquierda en este otro lado del mundo?

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