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Homosexualidad y uniones de hecho

Jorge Ulloa
Por : Jorge Ulloa Profesor de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Central.
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Desde una perspectiva conservadora, la homosexualidad es vista como perniciosa. Al respecto, Ratzinger señala: «La homosexualidad es un desorden objetivo”.


“La cuestión -más allá de la forma que se utilice- de la participación de la homosexualidad en su calidad de tal dentro de la constitución familiar es, en nuestro país y, pese a existir un par de proyectos de ley presentados en el Congreso Nacional, una discusión en ciernes. Discusión que radicada en el ámbito de lo político y lo moral, a su vez se puede reconocer cruzada por prejuicios, desinformación y desconfianza, tanto desde el lado heterosexual como desde el lado homosexual.

Podemos señalar que la homosexualidad, en tanto constitución de subjetividad reprimida, cristalización de un espacio de saber obliterado y fuente de un poder de hetero-afirmación de la diferencia; autoriza a preguntarse  por las condiciones en las cuales es susceptible, dentro del espacio público, de aceptarse esta distinción que se reclama en el rostro de aquél que se me presenta como distinto dentro de lo igual. Cuestión está última que fractura el orden de los cuerpos donde se suele dar la discusión de lo político, habida consideración que la cuestión de la familia es una cuestión de interés público.

[cita]Desde una perspectiva conservadora, la homosexualidad es vista como perniciosa. Al respecto, Ratzinger señala: «La homosexualidad es un desorden objetivo”.[/cita]

Bajo esta perspectiva se puede concluir que el tema de las uniones o matrimonios homosexuales, no es -como se suele presentar- una cuestión de orden moral o jurídico. Es ante todo y sin negar estos dos ámbitos, una cuestión de orden político, de modo que nos encontramos ante una cuestión que no sólo cabe dentro de la esfera privada de los sujetos, lo que permitiría resolver el problema desde una perspectiva liberal, sino que el tema en comento, trasciende hacia los significados inter-subjetivos que nuestra comunidad le otorga a la homosexualidad.

Desde una perspectiva conservadora, la homosexualidad es vista como perniciosa. Al respecto, Ratzinger señala: «La homosexualidad es un desorden objetivo. La Iglesia Católica debe acoger con respeto, compasión y delicadeza a todas las personas homosexuales, pero exigiéndoles también que vivan en castidad». Esta idea, hasta los años 70 del Siglo XX, aún legitimaba incluir a la homosexualidad, por ejemplo, como una enfermedad siquiátrica. Sólo en esta década, la Asociación de Psiquiatras Americanos eliminó la homosexualidad de su “Manual de diagnóstico de los trastornos mentales”. De ahí, sólo en 1990 la Organización Mundial de la Salud adopta similar decisión.

Sin embargo, estas técnicas de poder, que obviamente no son inofensivas, sostienen la construcción e implementación de aparatos de poder que, a su vez, retroalimentan y proyectan marcos de significados posibles dentro de los cuales, en el tema de la sexualidad, quisiera destacar uno: la limitación del concepto de sexo a su función reproductiva, sumada a la imposibilidad -en el marco de significados “morales”- de pensar la sexualidad asociada a la cuestión del placer. Esto es, el que aún no se pueda separar la identificación  de los órganos sexuales masculino-femenino de la cuestión de la orientación sexual, obliterando por tanto en la  cuestión del sexo, que tras la orientación que supone una dirección y por tanto un camino, se nos muestra el campo de comprensión de la sexualidad en el horizonte del placer y del deseo. O para  decirlo en otros términos, las técnicas de poder han impedido separar la posesión de un determinado órgano sexual de la cuestión del amor por otro, del placer por otro, del deseo de otro. Luego, se puede concluir -ya desde el psicoanálisis- que “la identificación física de un ser sexuado no prejuzga del modo singular en que hayan sido repartidas o mezcladas sus cualidades sexuales, en oposición a los siglos precedentes en los que la medicina y la moral se entendían para coaccionar las identidades”.

La homosexualidad ha de ser mentada como una cuestión de la irrupción de la diferencia dentro del espacio público. Así, resulta claro, que la comunidad se pregunte por los márgenes o esferas dentro de las cuales estos pudieren actuar legítimamente. Por tanto, no será lo mismo definir si es legítima la unión homosexual, como una especie de contrato civil que queda entregado a la autonomía de la voluntad de las partes, o la posibilidad de celebrar el matrimonio.

Michael Walzer distingue, en su texto “Las esferas de la justicia”, tres tipos de pretensiones o exigencias ante conflictos  sociales:

A)   Aquellas en que “la pretensión del bien dominante sea cual fuera –en este caso el matrimonio- sea redistribuido de modo que pueda ser igualmente o al menos más ampliamente compartido: ello equivale a afirmar que el monopolio es injusto.

B)   La pretensión de que se abran vías para la distribución autónoma de todos los bienes sociales: ello equivale a afirmar que el predominio es injusto

C)   La pretensión de que un nuevo bien, monopolizado por algún nuevo grupo, remplace al bien actualmente: ello equivale a afirmar que el esquema existente de predominio y monopolio es injusto”.

A mi parecer, las dos soluciones -esto es, la del matrimonio o de un estatuto especial- pasan por ver si se privilegia la primera o segunda pretensión señalada por Walzer. Si se privilegia la primera, se considera que el monopolio heterosexual del matrimonio es injusto y que éste debiera abrirse a los homosexuales; en cambio, si se privilegia la segunda, ello equivale a pensar que es el predominio del estatuto matrimonial como estatuto privilegiado el injusto. Lo que permite abrir la cuestión de “la familia” a diversas hipótesis que debieran ser protegidas y que van más allá de la constitución matrimonial, incluyendo dentro de ellas, con su estatuto propio y tan legítimo como el matrimonial, el de las uniones homosexuales, así como las uniones afectivo sexuales de hecho de carácter heterosexual.

Creo que ésta es la diferencia entre la tolerancia comunitaria y la apertura a la diferencia. La tolerancia es sólo un acto de poder desde mi autonomía hacia la diferencia, lo que supone apropiación previa por mi parte del espacio donde el otro se muestra, para luego aceptar, casi en un acto de delegación de poder,  que el otro puede usar mis categorías. El tolerado es reconocido así como débil, en tanto se le prestan las categorías del ser, para su desarrollo. Así “el idioma de la tolerancia es el idioma del poder”. En cambio, la apertura a la diferencia, importa la significación que el  Otro es constitución en sí mismo, lo que en filosofía se conoce como “ta auto”, constitución que a partir de sí, me dona y permite un espacio de apertura en la pluralidad, al ponerme en la huella de una significación diversa, a aquella que yo pudiera mentar y, sin embargo, constitutiva de mi existencia ética.

Este es el ámbito que me permite señalar -a mi juicio- la cuestión de la legitimación institucional a un nivel familiar de la homosexualidad, la que pasa por reconocer esta palabra que viene dada a partir de una sensibilidad distinta, diversa, al ser de la masculinidad unidimensional, en el que se suelen decir las categorías del Estado. Está visión, a mi juicio, no debe perderse en su origen, al contrario, creo que enriquece el espacio público por sí misma, sin perjuicio que en forma colateral, además, fortalece las virtudes republicanas de los otros miembros de la comunidad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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