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El Chile del Bicentenario ante el espejo

En nuestro país el desarrollo institucional ha estado marcado muchas veces por acciones de violencia y exclusión, ejercidas desde el Estado, hacia las minorías ciudadanas, étnicas o de otro tipo, con graves consecuencias para ellas y para la forma como la sociedad se desarrolla posteriormente.


Benjamín Subercaseaux afirmaba que la mala cursilería de la propaganda turística nos hace decir que tenemos el mejor clima del mundo “aunque este sea lluvioso y detestable”, y compararnos con Suiza o Noruega, aunque Japón “sea el parecido que le viene mejor” al país.

Esta crítica del chileno y su visión de la geografía nacional es aplicable a todo debate sobre la identidad de la nación. La que en realidad será siempre solo una interpretación, o un relato sobre cosas muy diversas puestas en un curso histórico común. A veces éstas confluyen y se integran, y otras permanecen como realidades paralelas, de las cuales el país entra y sale.

Con el Bicentenario el tema de la identidad volvió al centro de los debates. Cruzada, como siempre, por múltiples razones culturales y políticas. Con recuentos sobre lo hecho y lo vivido, enmarcada en los hechos noticiosos de la coyuntura que le dan el color, en un resultado final donde, para volver a Subercaseaux, predominan más las “tonalidades grises y brumosas” que los colores definidos.

A doscientos años de la guerra de Independencia, hasta las fechas tienen valores imprecisos. La Primera Junta de Gobierno es de septiembre de 1810, y aunque catalogada como el primer paso de la revolución en el Acta de la Independencia, en estricto rigor en su origen es un acto de continuidad monárquica.

[cita]La sociedad chilena no es mestiza sino híbrida, no es sincrética sino polar o, incluso, multipolar en la mayoría de sus aspectos.  Es híbrida desde sus biotipos hasta los procesos linguísticos, simbólicos y culturales.[/cita]

El Acta de la Independencia, fechada el 1º de enero de 1818 en Concepción, fue aprobada por Bernardo O´Higgins en Talca el 2 de febrero de 1818, y la ceremonia de jura de la independencia se realizó el 12 de febrero de 1818, justo en la celebración del primer aniversario de la batalla de Chacabuco. Todo ello en plena guerra de independencia y en medio de conflictos entre caudillos.

El afianzamiento político militar del Estado de Chile recién se alcanza con  la derrota de los españoles en abril de 1818 en la Batalla de Maipú. Esta, una de las grandes batallas de toda la gesta independentista americana por su dimensión y significado militar, fundamental para demostrar que la suerte del imperio español en América estaba echada, tuvo un genio militar a la cabeza del proceso: el argentino José de San Martín. Quien, si lo hubiese deseado, habría podido ser Director Supremo.

El desarrollo posterior de la República, hasta nuestros días, se va marcando por hechos y procesos que producen una hibridización del ser nacional. Exactamente en el sentido usado por Néstor García Canclini. Esto es, no como un proceso negativo y sin identidad, sino al revés, como un fortalecimiento y una sobrevivencia con diversidad. En Chile ello mezcla  lo tradicional y lo moderno, lo culto con lo popular y lo masivo, e incluso el autoritarismo y la democracia.

En ésto, el peso del Estado no se puede obviar. En nuestro país el desarrollo institucional ha estado marcado muchas veces por acciones de violencia y exclusión, ejercidas desde el Estado, hacia las minorías ciudadanas, étnicas o de otro tipo, con graves consecuencias para ellas y para la forma como la sociedad se desarrolla posteriormente.

Este Bicentenario encuentra a Chile enredado en este  debate, precisamente por los derechos de los pueblos ancestrales, los que sienten que en su condición de tales han sido asimilados contra su voluntad por el Estado chileno.

El dramatismo de la huelga de hambre de los comuneros mapuche no debe hacernos olvidar que el problema es general, y que el país deberá definir más pronto que tarde el papel  que  otorgará a la pluralidad étnica en sus diseños institucionales para el siglo XXI.

Porque al conflicto mapuche en estos días hay que agregar el del pueblo Rapa Nui, que va adquiriendo virulencia paulatinamente, sin que se tomen las medidas del caso ni se prevea un desenlace que se puede complicar en el plano internacional.

Estos temas se han ido instalando como un problema casi insoluble para el Estado Central, a menos que este se plantee cambios drásticos, entre ellos la eventualidad de un estatuto autonómico y de representación funcional para todos ellos, lo que precisa de un reconocimiento constitucional y, por lo tanto, de un gran acuerdo político.

El centralismo político que caracterizó el trayecto institucional desde el primer al segundo centenario también emerge como problema. Este se rompió de hecho con el terremoto y maremoto del 27 de febrero, y el accidente de los mineros encerrados en una mina en Atacama. Pero no es reconocido ni aceptado por la elite política.

La convicción de ser un país de mineros gobernado por agricultores, y de tener una geografía difícil marcada de manera dramática en sus extremos, que no es comprendida en el centro, empieza a generalizarse. Esa percepción de desigualdad territorial, política y económica, pone al centralismo como una homogeneidad recesiva y autoritaria que entraba más que favorece el desarrollo del país.

Chile puede estar conforme de su actual desarrollo cívico y estabilidad política. Luego de superar, no hace mucho tiempo, una dictadura  que concitó repudio universal, logró hacer una transición que, en muchos aspectos, resultó ejemplar.

Sin embargo, mantiene también un déficit político y comunicacional importante. El consenso de la elite no alcanzó para una transformación constitucional que generara representaciones políticas amplias, y no dejara a grupos de ciudadanos sin voz u omitidos de la vida nacional. Desde el punto de vista epistemológico, el régimen político actual, en aspectos sustantivos, es heredado de la dictadura, pese a las numerosas reformas de que ha sido objeto.

Reconocer y enfrentar estos y otros problemas requiere una percepción matizada de uno mismo como sociedad y como Estado, en lo posible sostenida por la convicción de la pluralidad. Pues la sociedad chilena no es mestiza sino híbrida, no es sincrética sino polar o, incluso, multipolar en la mayoría de sus aspectos.  Es híbrida desde sus biotipos hasta los procesos lingüísticos, simbólicos y culturales, pasando por la economía y el Estado.

Por lo tanto, tratar de hacer el juego de los espejos a la manera egipcia y salir a buscar el ka (genio, energía, identidad) y el ba (alma) de la chilenidad, resultaría una pérdida de tiempo mientras los problemas se acumulan. Como a ellos en la antigüedad, nos dejaría anclados en un juego de pájaros y tumbas perteneciente más al pasado que al futuro.

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