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El dominio adolescente


Hace algunas semanas me topé en una librería Borders con toda una sección dedicada a una novela llamada Mockingjay. Había posters, llaveros y demás parafernalia. Jamás había oído hablar de la autora del libro, Suzanne Collins. Me puse a investigar y descubrí que la novela era la conclusión de una trilogía comenzada un par de años atrás con The Hunger Games; que los primeros dos libros de la serie habían vendido dos millones y medio de ejemplares; que inicialmente estaba destinada al público adolescente y por eso no la conocía, pero que, como ocurre regularmente desde la explosión del fenómeno Harry Potter, ahora estaba a punto de invadir el mundo adulto. La industria editorial aborrece el vacío, y ya tenía el reemplazo perfecto para los vampiros de Stephenie Mayer.

En mis épocas de colegio, como muestra de madurez, a los catorce años los chicos serios leíamos completas las novelas que nuestros profesores nos daban en versión juvenil a los once y doce (Don Quijote en 150 páginas, Moby Dick en 200 de letra muy grande y con dibujitos). Ahora ocurre al revés: es la cultura adolescente la que empuja, y sus gustos y preferencias musicales, cinematográficas y literarias nos dominan. Hay varios factores detrás de esto: por un lado, la fuerza del público adolescente a la hora de comprar entradas para ver una película más de una vez, hacerse con todos los libros de una saga o llenar su habitación con los productos relacionados con el tema de moda; por otro, la creciente infantilización (¿o juvenilización?) de la cultura popular. Supongo que esto ha sido así desde los años cincuenta, sobre todo en la música y el cine, y que ahora lo nuevo es que también ha aparecido en la literatura.

The Hunger Games es una novela distópica que, pese a sus elementos futuristas, se lee como un relato clásico de aventuras. De hecho, lo más interesante de la trilogía de Collins es la forma en que mezcla el futuro con el pasado. Katniss Everdeen vive en uno de los doce distritos de la nación de Panem, que, como castigo a una sublevación pasada, deben enviar cada año a la capital un tributo en la forma de una pareja de adolescentes (entre los 12 y los 18 años); los adolescentes luchan entre ellos hasta que sólo quede uno vivo. La lucha es televisada a toda la nación y seguida con avidez: el distrito ganador recibirá como premio raciones extra de comida y bienes de todo tipo. El paisaje post-apocalíptico es de una novela de ciencia ficción, pero la lucha entre los adolescentes está más cercana al mundo primitivo: flechas y dardos, ataques de avispas asesinas, peleas a puño limpio.

La novela hunde sus raíces en los mitos clásicos: Katniss es una versión contemporánea de Teseo, que, enviado por Atenas como tributo a la poderosa Creta, debe ir a luchar por su vida en un laberinto en el que lo espera el Minotauro. El toque contemporáneo es que el enfrentamiento de Katniss contra otros adolescentes es parte de un espectáculo televisivo: como si lo que ocurriera en una novela como El señor de las moscas estuviera siendo transmitido en vivo y se hubiera transformado en una versión radical de Survivor.

Leer The Hunger Games me hizo recuerdo a esas versiones infantiles de Don Quijote y Moby Dick. El lenguaje es simple, no hay una sola frase de la novela que no haga avanzar la trama; el suspense está bien dosificado, y la literatura es entendida aquí como el relato adictivo de una aventura intensa (Moby Dick es también una novela de aventuras; con los años, sin embargo, descubrimos que la versión infantil ha eliminado de la novela cosas muy complejas sin las cuales la literatura se empobrece: las descripciones interminables de la ballena, la forma en que ésta se convierte en un símbolo del infinito). Los adolescentes han encontrado en la trilogía de Collins una gran metáfora de su mundo despiadado y violento. Los adultos pueden prepararse: al paso que van las cosas, el mundo adolescente será cada vez más el nuestro.

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