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Brasil: por qué debiera ganar Dilma

Álvaro Díaz
Por : Álvaro Díaz Ex embajador de Chile en Brasil.
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No cabe duda que la corrupción, la deforestación y el crimen constituyen las señas del capitalismo salvaje que Brasil debe enfrentar, ojalá sobre la base de la construcción de consensos políticos que hasta ahora no han existido.


El que quiera entender las elecciones presidenciales y parlamentarias en Brasil debiera tener por lo menos claro tres referencias.

Primero, en el transcurso de la última década ese país  ha vivido un proceso de profundas transformaciones económicas y sociales. Superó un estancamiento que duró dos décadas y tuvo en los últimos ocho años un significativo crecimiento con estabilidad macroeconómica que si bien no fue asiático, le permitió situarse entre las 10 economías más grandes del mundo.

Y más importante aún, en el transcurso de los últimos ocho  años se crearon 14 millones de empleos formales lo que siguió ocurriendo aún durante el 2009. La combinación de más empleos, aumento de salarios mínimos y programas para el combate a la pobreza, permitieron que 28 millones de brasileños salieran de la pobreza y 36 millones entraran a la clase media. Más aún, si bien la diferencia entre ricos y pobres todavía es muy alta, hubo casi 10 años de continua mejora en la distribución del ingreso, algo que no pasó en Chile entre 1990 y 2010.

[cita]Brasil es una democracia vibrante. La independencia de poderes y las instituciones democráticas brasileñas funcionan a pleno vapor. El imperio de la ley se consolida cada vez más. Y las elecciones serán un ejemplo más de cuanto ha avanzado esta gran nación en la construcción de instituciones democráticas y transparentes.[/cita]

Quien ha liderado este gigantesco proceso de transformaciones –desconocido en la historia de Brasil- ha sido el presidente Lula. Es cierto que su política se construyó en parte sobre los aportes del gobierno de Fernando Henrique Cardoso (1994-2002) especialmente porque éste controló la hiperinflación y construyó un marco regulatorio razonable en servicios de utilidad pública. Sin embargo, resulta una simplificación absurda –propia de la coyuntura electoral- suponer que el éxito de Lula se debe a la administración anterior.

En efecto, Lula tuvo el gran mérito de haber enfrentado la artificial crisis económica del 2002 y haber preparado al país para enfrentar la crisis financiera del 2008. Además no prosiguió con las privatizaciones, lo que se demostró con la capitalización de Petrobras –empresa mixta en la cual el Estado tiene la mayoría de las acciones con voto- para la explotación de la gigantesca cuenca petrolífera y gasífera situada en la costa centro-sur del Brasil.

Del mismo modo fortaleció tres bancos federales, entre los cuales destaca el banco de inversiones BNDES. También fortaleció el rol del Estado como coordinador de un gigantesco programa de infraestructura coordinado por el Estado pero ejecutado por el sector privado, donde las líneas ferroviarias e hidrovías juegan un rol estratégico. Y por último, aplicó creativamente las políticas sociales basadas en transferencias condicionadas y subsidios a la educación. Estas y otras políticas explican los evidentes avances económicos y sociales del gigante brasileño.

Segundo, en los últimos años han retornado los sueños en Brasil, no sólo para las élites sino para vastos sectores populares. A la par del ascenso de Brasil a la condición de potencia emergente, se desarrolla un vasto proceso de movilidad social ascendente que en el futuro próximo se expresará en una sociedad menos desigual y en la consolidación de una clase media negra y mulata, una clase media que no se limita al centro-sur del país sino que alcanza el norte y el noroeste. Así renace el sueño modernista de Juscelino Kubitschek que se propuso avanzar “cincuenta años en cinco”, enriquecido esta vez con los criterios de sostenibilidad, sustentabilidad, igualdad, innovación tecnológica e integración regional. Por algo es que su esfuerzo científico, tecnológico y de posgrado es lejos el más importante de la región, no sólo en escala sino en relación al PIB.

Lula reconfiguró la política internacional de Brasil con la ambición de llegar a ser potencia global con más autonomía respecto a EEUU, con una influencia no basada en su capacidad militar sino social-cultural, como se expresa por ejemplo en el hecho de haber conseguido ser sede del Mundial de Futbol del 2014 y las Olimpíadas del 2016. Lula ha conducido este proceso no para repetir con sus vecinos la relación que EEUU tuvo con América Latina durante la mayor parte de los siglos XIX y XX, sino con una perspectiva de integración económica con democracia. Lo hizo a pesar de que en ciertas élites persiste la idea de un “Brasil potencia” que privilegia las relaciones con el norte, de espaldas al resto de América Latina.

Tercero, el sistema de partidos políticos brasileño hasta octubre del 2010 tiene más diferencias que similitudes con el de Chile donde existen dos bloques con identidades históricas profundas que suman el 95% de los votos. En Brasil también existe una polarización entre el PSDB (Fernando Henrique Cardoso) y el PT (Lula), que dominan el escenario político, pero el hecho es que ambos no logran captar más del 50% del electorado. Por eso el escenario es más fluido: el PSDB y el PT han gobernado sobre la base de alianzas con el partido más grande de Brasil (PMDB) y con un grupo numeroso de pequeños partidos de centro. El PSDB siempre ha tenido más afinidades con el derechista Partido Demócrata (DEM), mientras que el PT tenido más cercanía con el PSB, el PDT y el PC do B, que son partidos de centro-izquierda.

En este contexto, no es aconsejable hacer extrapolaciones entre la Concertación Democrática que gobernó durante 20 años y la coalición de centro izquierda que gobierna en Brasil. Por un lado, el presidencialismo en Brasil es más acentuado y da mayor margen de maniobra al Presidente. Por otro lado, gracias a los aciertos de Lula y los errores de la oposición, es probable que la coalición que apoya a Dilma consiga un apoyo parlamentario mayoritario que le permitirá emprender un conjunto de reformas fundamentales para Brasil: entre ellas la reforma política y la reforma tributaria. Más importante aún, el PT no se ha estatizado ni ha perdido vínculos con el movimiento sindical y otros movimientos sociales que han ganado en adherentes y capacidad organizativa.

El gran problema que arrastra Brasil tiene que ver con su institucionalidad. Los escándalos de corrupción han afectado al PT y el gobierno de Lula, pero también han estado presentes en los partidos de oposición, incluyendo el PSDB y el DEM. La sociedad civil es cada vez menos tolerante a este fenómeno que entiende como un problema generalizado que no sólo alcanza a los políticos, sino también a jueces y policías. Aunque Brasil ha dado importantes pasos en esta materia, no cabe duda que la corrupción, la deforestación y el crimen constituyen las señas del capitalismo salvaje que Brasil debe enfrentar, ojalá sobre la base de la construcción de consensos políticos que hasta ahora no han existido.

Sin embargo, quien crea que ese país se está “mexicanizando” o se orienta al modelo venezolano se equivoca profundamente. Brasil es una democracia vibrante. La independencia de poderes y las instituciones democráticas brasileñas funcionan a pleno vapor. El imperio de la ley se consolida cada vez más. Y las elecciones serán un ejemplo más de cuanto ha avanzado esta gran nación en la construcción de instituciones democráticas y transparentes.

No es casualidad que las encuestas den como ganadora a Dilma Rouseff. Es la candidata del presidente más popular de la historia de Brasil. Resta por saber si será en primera o segunda vuelta.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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