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Ricos, asignación de recursos y Estado

Roberto Meza
Por : Roberto Meza Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.
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Chile requiere de decisiones y acuerdos políticos entre Estado, sus administradores y las grandes corporaciones para impulsar realmente clusters en las áreas con ventajas comparativas, integrando a las medianas y pequeñas empresas a las corrientes universales de cambio tecnológico.


En medio de la peor crisis financiera desde la Gran Depresión de los años 30, la fortuna de los 400 hombres más ricos de EE.UU. creció en un 8% en 2009, sumando US$ 1,37 millones de millones, es decir, casi 7 veces el PIB de Chile. La información corresponde al ranking de millonarios difundido recientemente por Forbes, lista que encabeza el fundador de Microsoft, Bill Gates, con una fortuna de US$ 54 mil millones. De cerca lo siguen el fundador de Berkshire Hathaway, Warren Buffett, que suma US$ 45 mil millones y el de Oracle, Larry Ellison, quien acumula US$ 27.500 millones. Completan la lista de los 10 más ricos de ese país, cuatro de los Walton, herederos de Wal-Mart; los hermanos Charles y David Koch y el alcalde de Nueva York, propietario de la red de información económica que lleva su nombre, Michael Bloomberg, todos con más de US$ 21.000 millones.

Como se ve, los enormes beneficios generados por la globalización más que crear riqueza para las naciones, han aumentado las fortunas de un pequeño grupo, mientras millones sufren desempleo o trabajo precario, una derivada no deseada del enorme poder de asignación de recursos que unos pocos han conseguido y que para reproducirlo no necesariamente lo destinan a producciones con alta demanda por mano de obra. En EE.UU., la brecha de ingresos entre los más ricos y los más pobres ha crecido a su mayor nivel en la historia y con la actual crisis se ha acentuado: el 1% de la población acumula casi todos los beneficios, mientras el 99% restante –incluido el 99% del primer quintil- pierde o queda igual.

De acuerdo a los datos del último censo, el quintil más rico de EE.UU. recibió el 49,4% del ingreso, en comparación con el 3,4% obtenido por los millones de personas por debajo de la línea de pobreza. La proporción de 14,5 veces a 1 es el doble de la de 1968, cuando el quintil más rico ganaba 7,7 veces más que el más pobre. Pero hay más: dentro del 20% más rico, el 1% se queda con el 35% del ingreso nacional, mientras el 99% se reparte de modo desigual el resto. Un antiestético darwinismo social que, en un medio ambiente en el que la supervivencia y dominio depende del dinero, hace ganadores a los que tienen el talento de reproducirlo. En efecto, todos los estudios muestran que el aumento de la divergencia de ingresos comenzó a profundizarse a mediados de los 70 y se potenció desde los 80 hasta hoy.

[cita] Pareciera que no queda más camino que surfear la ola de las decisiones de los mega-asignadores privados y públicos, subiéndose a la tabla de las nuevas tecnologías y asumiendo políticas pragmáticas de protección de nuestra industria y agricultura.[/cita]

Adicional a la sorprendente evidencia de que este grupo de archimillonarios consiguió incrementar su capital en medio de la recesión y que algo similar sucedió en Wall Street, donde las remuneraciones de sus operadores también crecieron, destaca el hecho que, en su mayoría, provienen de las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (TIC), del sector financiero, los servicios y el comercio. Los propietarios de las otrora tradicionales industrias duras norteamericanas –a excepción de Charles Koch en la químico-petrolera- ya no forman parte del Top-Ten. Esta nueva estructura de la riqueza parece mostrar el camino que está siguiendo el desarrollo de las fuerzas productivas. Por cierto, aquello es resultado no sólo del mercado, sino de la voluntad de quienes tienen el poder para construir futuro, gracias a su capacidad de asignar capitales.

La concentración de riqueza es un fenómeno connatural al capitalismo. De allí el temprano surgimiento de las leyes antimonopolio. Es obvio que, si de competencia se trata, quienes disponen de más capital, ciencia, tecnología, recursos productivos y humanos, tienen más oportunidades de imponerse en los mercados. El capital, asimismo, exige utilidades, dado que quienes lo ahorran buscan que postergar su consumo les brinde mejor futuro. Concentración y ganancia –condiciones sine qua non del capital- reducen así, inevitablemente, el círculo de los que deciden qué, cómo, cuándo y para quién producir.

Como contrapartida (o complemento, según se mire), los Estados y sus administradores políticos deben enfrentan la tarea de armonía social y bien común para las que están destinados, bajo crecientes presiones de los excluidos y nuevas aspiraciones de capas medias que instan por mayor participación en la torta. Pero el enorme poder de decisión de los que poseen y asignan gran parte del capital, junto a la creciente estabilización y/o caída de los ingresos tributarios y aumento de las exigencias subsidiarias surgidas de la pobreza, han debilitado a los Estados y a los antes influyentes dirigentes políticos, pues le restan tonelaje en la solución de los “problemas de la gente”, desacreditándolos. Pueden ofrecer, pero escasamente cumplir. En las sociedades libres el poder de asignación está básicamente en manos de los propietarios.

Este enorme poder monopólico de asignación del 1% de la población mundial que busca renta para sus capitales está limitando seriamente la posibilidad de los Estados democráticos de diseñar el futuro desde cierta planificación racional de ingresos y gastos, según intereses de bien común. Como contrapartida, los países con modelos de decisiones centralizadas, sacan sus ventajas, aunque a costa de la libertad de sus súbditos. China es ya la segunda economía del mundo. En medio, naciones pequeñas, prácticamente mono-exportadoras como Chile, sufren la “enfermedad holandesa” a la que nos arrastra el alto precio del cobre y subsecuente baja del dólar, fenómenos externos inmanejables para un Estado que no representa más del 0,3% del PIB mundial y que amenaza con desmantelar su industria sustituidora y agricultura, sectores básicos para un más equilibrado desarrollo que no transforme a Chile en una gran excavación minera y monumental mall.

En este marco, pareciera que no queda más camino que surfear la ola de las decisiones de los mega-asignadores privados y públicos, subiéndose a la tabla de las nuevas tecnologías y asumiendo políticas pragmáticas de protección de nuestra industria y agricultura, si queremos proteger el empleo. Pero las políticas de Investigación y Desarrollo en Chile han sido, hasta ahora, insuficientes. Ha faltado audacia en nuestros asignadores privados para emprender en estas áreas, tomando mayores riesgos. El estatal Fondo de Innovación para la Competitividad, en tanto, que atesora recursos del “royalty” al cobre, tampoco se ha invertido. Falta también más arrojo de los administradores públicos.

Chile requiere de decisiones y acuerdos políticos entre Estado, sus administradores y las grandes corporaciones para impulsar realmente clusters en las áreas con ventajas comparativas, integrando a las medianas y pequeñas empresas a las corrientes universales de cambio tecnológico. Dicha tarea –que, oh sacrilegio, es interventora del mercado «natural»- exige un capital humano competente que sepa aplicar innovadoramente los beneficios de esas tecnologías, las que hoy, gracias al ahorro de años, se pueden importar. Ese capital humano necesita también capacitación y educación subsidiada temporalmente por el Estado, es decir, hay que invertir más en la gente y no solo en fierros y cemento. Estas tareas, sin embargo, implican modernizar nuestra política para incrementar su legitimidad y la estabilidad institucional, apalancadas ambas en una economía y democracia más participativa e incluyente. Las turbulencias de una recuperación mundial que según el mega-asignador Warren Buffet, será larga y penosa  -y que como consejo de quien posee US$ 45 mil millones habrá que creer- así lo están recomendando.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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