Publicidad

Ben Alí, Mubarak y otros cuarenta ladrones

Carlos Parker
Por : Carlos Parker Instituto Igualdad
Ver Más

Los hechos que acontecen en El Magreb dan mucho que pensar e imaginar, pero no cabe hacerse demasiadas ilusiones. Hay que ser optimistas, pero no ingenuos. Probablemente, cuando se hayan disipado las humaredas y acallados los estrépitos, no habrá mucha más democracia ni libertad.


He visitado Túnez  en tres ocasiones en el lapso de poco más de 20 años. En cada oportunidad, la incombustible, sonriente y cada vez más rejuvenecida  imagen del  hoy defenestrado presidente  Zine Elbidine Ben Alí me acompañó infaltablemente en mis periplos. Pues  su retrato, exhibido por doquier y hasta en los lugares más  inverosímiles, parecía observarlo todo, como un majadero  recordatorio sobre  quién mandaba efectivamente en ese bello país.

La última vez que lo visité, hace poco más de un año, nada hacía presagiar lo que vendría. Túnez seguía pareciendo un país que lucía ordenado, seguro y próspero en la superficie. Esa superficie de la hermosa e histórica ciudad de Cartago y  de las doradas playas de la costa mediterránea tunecina que año a año visitan multitudes de turistas europeos, muchos de ellos probablemente muy demócratas, liberales y hasta progresistas en sus propios países.  Pero quienes en plan de vacaciones, como cualquier turista que se precie de tal, no buscan otra cosa que el disfrute, y de ningún modo hacerse preguntas incómodas sobre la naturaleza más profunda y verdadera  del país en que se solazan, sea que se  trate del Mediterráneo o  el Caribe.

Para entonces, traté con escaso éxito de entablar una conversación política con un reconocido intelectual tunecino, miembro de una de las familias más sobresaliente del país y educado en Francia, como la mayoría de los tunecinos ilustrados.  Le hice notar entonces mi curiosidad política por el país y sus  circunstancias económicas y sociales y, en particular, por el rabioso culto a la  personalidad en torno a la figura de  Ben Alí, a propósito de lo cual y a manera de estimulante de una conversación que trascurría a tropezones, le hice una breve reseña de  la novela El Otoño del Patriarca de García Márquez,  para ilustrarlo sobre nuestros propios déspotas latinoamericanos y tratar con mi anécdota de conseguir que se explayara.

[cita]No hay que descartar que en gran ganador resulte ser Teherán y sus satélites, como una extensión o réplica  de lo que acaba de ocurrir con Hizbollah en El Líbano, donde dicha agrupación fundamentalista acaba de ser integrada al gabinete.[/cita]

Recuerdo que mi interlocutor hizo un largo y dubitativo silencio para luego darme algunas breves lecciones sobre la historia del país en años recientes. Al final, mirando para todos lados como suele hacer quién teme ser escuchado y denunciado, me dijo  con todas sus letras lo que yo mismo ya sabía de antemano.

Que en Túnez se hacían elecciones presidenciales periódicas,  que existía un parlamento y hasta agrupaciones políticas. Pero que todo era un fraude orquestado, que el país era una dictadura apenas encubierta, en la práctica una monarquía autocrática  regentada por el propio Ben Alí, su familia y otros secuaces, que la corrupción y el clientelismo se habían adueñado de la economía,  que la falta de libertad estaba asfixiando al país, y que en el país real, ese que es invisible a los visitantes extranjeros cundía la pobreza y el desamparo.  Agregó que todo aquello venía ocurriendo hacía muchos años y a vista y paciencia de las potencias occidentales, en primer lugar de Francia e Italia, empeñadas como estaban en proteger sus propios y mezquinos intereses estratégicos al costo que fuera. Aunque aquello implicara hacer oídos sordos y cerrar los ojos ante la caldera hirviente en que había llegado a convertirse el Norte de África.

Ben Ali logró conformar por más de 20 años un régimen despótico y represivo, un estado policial fundado en el robo institucionalizado y la corrupción. Pese a lo cual, Túnez llegó a ser reconocido y saludado como uno de los países más secularizados del mundo árabe, rasgo muy apreciado por occidente frente al peligro islamita. De igual modo, hasta hace muy pocas semanas,  el país  pasaba por ser uno de los más sólidos, fuertes y estables de El Magreb.

Claro que a ninguna de las potencias occidentales que habían venido prohijando y encubriendo a esta democracia de opereta se le había ocurrido preguntarse y mucho menos denunciar como un fraude, la circunstancia que en las últimas cuatro elecciones presidenciales Ben Alí se haya alzado consecutivamente  con el triunfo con un promedio del  96% de los votos.

Probablemente esta misma superficialidad cómplice, les haya impedido a esas mismas potencias siquiera imaginar que la inmolación de un modesto estudiante y vendedor ambulante de frutas pudiera ser  la causa del estallido de la caldera que termino por defenestrar a unos de los hijos predilectos de occidente en el mundo árabe y africano. La reacción tardía les alcanzó, no obstante, para evitar que el tirano terminara buscando refugio en París o en Roma y ante la quitada de piso de sus antiguos e incondicionales aliados, ahora interesados en tomar prudente distancia, acabara con sus huesos en Riad. Abandonado a su suerte pero no pobre, porque el hasta ayer mandamás y ahora prófugo,  tuvo el  tiempo y el ánimo suficiente para hacer una última y voraz repasada a las arcas fiscales con la ayuda de su diligente esposa, quién se llevó consigo como recuerdo, nada menos que una y media tonelada de oro.

Se ha señalado que entre las mayores  debilidades de la revuelta tunecina se encuentran su falta de liderazgo reconocido y la  carencia de un programa político explícito. Muy probablemente tales  debilidades se pondrán en evidencia ahora que el régimen ha sido derrotado y el fervor popular ha sido momentáneamente saciado.  Pero cabe imaginar que el carácter espontáneo e inorgánico de las manifestaciones fue en su transcurso una de sus mayores  fortalezas. Una reacción popular conducida por  líderes y organizaciones identificables habría sido más fácil de aplastar que lo que fue en realidad. Una revuelta convocada por conducto del cara a cara  y las redes sociales como Twitter y Facebook, con un programa consistente casi estrictamente en el anti autoritarismo y el rechazo al régimen, y en donde contra todo cálculo, el islamismo militante no desempeñó ningún papel relevante.

En Túnez se vive hoy una gran incertidumbre. Nadie sabe cómo  se resolverá el intríngulis de poder acéfalo y quienes liderarán el relevo. Más importante  todavía será dilucidar el itinerario y los objetivos del proceso de transición. Los partidos políticos son extremadamente débiles, son también débiles y carentes de prestigio y ascendiente los sindicatos y las organizaciones  sociales en general, por lo cual no será sencillo identificar y empoderar a los actores de recambio.

En este cuadro, no sería  extraño que la victoria del pueblo tunecino terminara siendo manipulada y expropiada por lo poderes fácticos subsistentes, de un modo semejante a lo que en su oportunidad ocurriera en Bulgaria, Rumania  y Ucrania tras la caída del comunismo. Como se recordará, en esos países y ante el vacío de poder súbitamente generado, una vez que la situación volvió a la calma las estructuras de nivel medio del antiguo sistema se tomaron el poder sobre el Estado y la economía, con lo cual el régimen derrotado retomó el control, aunque con otra fisonomía y otro programa político.

Ahora todo indica que el próximo en la lista será el presidente-monarca, o más bien Faraón Hosny Mubarak, quién representa el más sobresaliente arquetipo del apoyo incondicional que occidente ha venido brindando a los regímenes autocráticos y corruptos en El Magreb.

Mubarak  ha gobernado  Egipto con mano de hierro desde hace más de 30 años. Existe unanimidad en que desde el punto de vista del cuadro político y estratégico regional, y acaso hasta mundial, una cosa es Ben Ali y otra muy distinta es Mubarak. Egipto es una nación de 80 millones de habitantes y es además, pieza clave e insustituible de la estrategia de occidente para la estabilidad en el Norte de África y el Medio Oriente.

Egipto representa la segunda economía africana, después de Sudáfrica. Históricamente ha ejercido un reconocido liderazgo, tanto a nivel regional africano  como en el marco del mundo en desarrollo a escala global. Adicionalmente,  Egipto garantiza  el libre tránsito por el Canal de Suez, por donde circulan 1,3 millones de toneladas de petróleo al año y el 8% del total del comercio mundial.

Desde el punto de vista político y diplomático, Egipto fue el  primer país árabe en establecer relaciones diplomáticas con Israel, luego de suscribir un Tratado de Paz en 1979,  tras sucesivas y devastadoras guerras. Desde entonces y hasta hoy, Egipto ha desempeñado un rol crucial como aliado de occidente en su estrategia de contención hacia el mundo árabe frente a la Cuestión Palestina, a cambio de lo cual el  país viene recibiendo  una ayuda militar de los EE.UU. equivalente a 1.500 millones de dólares al año, con lo cual ha logrado conformar unas fuerzas armadas de gran poder disuasivo externo y de ostensible influencia política interna.

Sin embargo, alrededor del 70% de la población de Egipto vive en la pobreza, y el desempleo alcanza al 25% de la población, con una incidencia especialmente fuerte entre los más jóvenes.

El régimen egipcio es autocrático, corrupto y clientelista.  Carece de libertades políticas esenciales para sus ciudadanos, exhibe niveles escandalosos de desigualdad social y viene reprimiendo a la población sin contemplaciones. Ello, pese a que tiene  un sistema político en apariencia más libre y competitivo que  el que regía en Túnez, y ciertamente, más abierto que el que rige en Libia, Siria,  Marruecos,  Mauritania o Yemén, por citar algunos países de una lista más larga. Pero por sobre todo,  Egipto representa uno de los llamados regímenes fuertes,  precisamente porque su sociedad civil es débil y dispersa. Por lo mismo, en Egipto el fraude electoral es moneda corriente y, en esas lides, Mubarak y sus adláteres han demostrado ser consumados maestros.

De todos estos rasgos, públicos y notorios, al igual que en Túnez,  tal parece que occidente tampoco se había dado cuenta. Y es precisamente ahora, cuando las multitudes invaden las calles y los días de Mubarak están contados, que arrecian los llamados desde Washington y las capitales europeas, dando voces de alarma y clamando porque la voluntad popular que reclama cambios profundos y urgentes sea escuchada.

Si acaso el hilo conductor de la marea emancipadora no se corta ni se transa, el próximo régimen despótico en derrumbarse debiera ser el de Marruecos,  encabezado por el Monarca  absoluto Mohamed VI y su séquito de incondicionales. Ciertamente, existen en los alrededores otros tantos regímenes monárquicos para todos los efectos,  pero que se presentan como republicanos. Hay  también otros tantos autócratas que manejan las arcas públicas como si se tratara de su hacienda personal, y no solo en El Magreb o el Medio Oriente,  pero nadie puede parangonarse  con el Monarca Alahuí, quién no contento  con detentar el poder  total,  absoluto y hereditario sobre la política y la economía   del régimen feudal que encabeza, se autoerige, además, como el único y exclusivo líder espiritual y guardián de la fe  de quienes en Marruecos profesan el Islam, es decir, del 99% de la población.

Hasta hoy, y salvo que las circunstancias venideras determinen otra cosa, esta monarquía de carácter medieval cuenta con el apoyo de las democracias republicanas de Francia y España, entre otras. Por razones  que nada tienen que con el bienestar de los marroquíes, ni mucho menos con los valores universales de la democracia y los derechos humanos que dicen promover urbi et orbi. Sino que con cuestiones nada de esotéricas, como son los asuntos migratorios (Francia) o las querellas territoriales pendientes (España).

Por cierto que en este esquema pragmático, quienes han de sufrir las consecuencias del inmovilismo que promueve occidente son los propios ciudadanos marroquíes, quienes carecen de los mismos derechos elementales que disfrutan sin inmutarse españoles y franceses. Eso, sin mencionar  los sufrimientos del pueblo saharaui ocupado en el Sahara Occidental, quienes son víctimas inocentes de la misma lógica oportunista e hipócrita que vienen aplicando sobre el terreno magrebí las potencias occidentales y que en el caso, hacen posible que el régimen marroquí no solo pisoteé la dignidad de sus propios ciudadanos, sino que además ocupe ilegalmente territorios ajenos sobre los cuales nadie le reconoce título alguno.

Se atribuye a Dean Acheson, Secretario de Estado norteamericano haber dicho en 1949, a propósito del rompimiento de  Tito con la URSS  una frase terrible aunque reveladora, la cual también se ha atribuido a otro  Secretario de Estado, bajo circunstancias también críticas pero dedicada a Anastasio Somoza, el ex dictador de Nicaragua: “Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta’’

Esa clase de argumentos no es aceptable, aunque pareciera corresponder perfectamente a la lógica que subyace a la actuación de las potencias occidentales en El Magreb. No se puede apoyar a regímenes que violan los derechos de sus ciudadanos con el pretexto de la estabilidad. Tampoco se puede usar el fantasma del peligro islamita para sostener un estado de cosas intolerable

De algún modo las potencias europeas vienen actuando en el Medio Oriente y El Magreb de un modo semejante al que lo hicieran los EE.UU. en América Latina durante la Guerra Fría. Bajo el pretexto de combatir el comunismo  y la subversión, se ampararon regímenes dictatoriales que cometieron toda clase de tropelías y violaciones a los derechos humanos, paradojalmente, en nombre de la libertad, la democracia y otros valores y principios del mundo occidental y cristiano. De un modo análogo, las potencias europeas y también los EE.UU. han instalado y amparado a sabiendas a   regímenes despóticos en el norte africano con el pretexto de  contener la amenaza representada por el esperpento del fundamentalismo islámico, con las consecuencias que hoy están a la vista.

El estado de nerviosismo de las autocracias se extiende desde  Túnez a Egipto, a Marruecos y de ahí a Yemen y Libia, pasando por Mauritania. Sus ecos comienzan a escucharse en Siria, El Líbano y Jordania y podrían extenderse hasta más allá, incluso hasta podrían llegar a Palestina y la zona del Golfo.  Solo Argelia parece estar tomando palco de la humareda que se extiende hasta  el horizonte, pues como se recordará, los argelinos vivieron su propias explosiones sociales hace poco más una década, pero con la diferencia de que el desafío  provino entonces no del mundo social,  sino del fundamentalismo armado y terrorista, con un saldo de más de cien mil muertos.

Los hechos que acontecen en El Magreb dan mucho que pensar e imaginar, pero no cabe hacerse demasiadas ilusiones. Hay que ser optimistas, pero no ingenuos. Probablemente, cuando se hayan disipado las humaredas y acallados los estrépitos, no habrá mucha más democracia ni libertad, ni tampoco la triste e inaceptable condición de las mujeres habrá tenido un mejoramiento, y acaso ni siquiera un modesto respiro.

No hay que descartar que en gran ganador resulte ser Teherán y sus satélites, como una extensión o réplica  de lo que acaba de ocurrir con Hizbollah en El Líbano, donde dicha agrupación fundamentalista acaba de ser integrada al gabinete.   Si  aquello llegara a ocurrir, Israel y los EE.UU. deberán enfrentar su peor pesadilla. Habrá entonces  que responsabilizar a los ciegos y a los sordos, a los hipócritas y los cómplices por acción u omisión de lo que llegue a ocurrir.  Y es muy seguro que de nada les servirá llorar, una vez más, sobre la leche derramada.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias