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La CNI y lo que inhabilita al general Castro

Gonzalo Bustamante
Por : Gonzalo Bustamante Profesor Escuela de Gobierno Universidad Adolfo Ibáñez
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No parece ni sano ni razonable que el general Castro hubiese ascendido hasta donde lo hizo. Ser funcionario de escritorio de un organismo delictual, no puede ser considerado un detalle banal. Lo anterior, no por la persona del General. A nadie se le puede exigir el heroísmo pero nadie puede esperar que se haga vista gorda en lo que se refiere a los símbolos del Estado por consideraciones personales.


El caso del general Guillermo Castro y su vinculación a la CNI, abre un debate sobre los estándares para el ejercicio de la vida pública en nuestra democracia. El tema es: ¿la pertenencia a qué organizaciones, por la naturaleza de ellas y no por la función cumplida, son condición suficiente para inhabilitar a una persona, sea civil o militar,  para ejercer un cargo público?

Hay cosas que parecen evidentes. Todos concordaremos que la pertenencia a organizaciones como la Cosa Nostra o el Cartel de Juárez, independientemente de la labor realizada, sea ésta: secretario, analista, consejero o de couching motivacional, hace imposible que una persona pueda ejercer una función de responsabilidad pública. ¿Por qué? Por el simple carácter delictual de la organización.

Por tanto, el tema se reduce a cuándo una organización política o una función cumplida en el Estado pasa a tener ese mismo carácter  delictual inhabilitante. Se trata de una sanción ética, no necesariamente jurídica, que hace que uno espere una rigurosidad por parte de quienes tienen el poder político en  exigir  un mínimo de representación simbólico normativa respecto de quienes serán sus designados en la administración pública.

[cita]La DINA, La CNI, al igual que la Gestapo, la Securitate o la Stasi, carecen de legitimidad por los mismos fines que buscaban, los cuales se contraponen con los fines mínimos del Estado como tal: resguardar la integridad de los individuos y sus bienes.[/cita]

Claramente una organización política que atenta contra la integridad de individuos o atropella la propiedad privada, independientemente del discurso ideológico que busque legitimar su accionar, posee un carácter delictual. Basta pensar en el Ku-Klux-Klan, las Brigadas Rojas, Al-Quaeda o los Ustasha. No eximiría de responsabilidad a nadie el haber sido “tesorero nomás”,  de una organización de ese tipo.

Menos evidente  parece ser cuando se ha servido a gobiernos o instituciones del Estado. Es argumentable que los Estados y sus gobiernos si pueden tener un carácter delictual, vale decir, usar su poder para atentar contra personas o bienes, también, construir por la fuerza, la institucionalidad que avale tales violaciones. Basta pensar en los casos del Nazismo y el Comunismo. En esa misma lista puede ser puesto el gobierno de Pinochet por las arbitrariedades y violaciones  a los DD.HH.

En ese tipo de régimen, no es suficiente que un organismo haya tenido reconocimiento legal para ser legítimo. La Dina, La CNI, al igual que la Gestapo, la Securitate o la Stasi, carecen de legitimidad por los mismos fines que buscaban, los cuales se contraponen con los fines mínimos del Estado como tal: resguardar la integridad de los individuos y sus bienes.

Ahora, si uno analiza los casos de la desnazificación en Alemania, de la Francia de la postguerra y de la Alemania unificada, lo que uno tiene es que se hace una distinción entre quienes participaron de un gobierno pero no, en grado alguno, de sus organismos de represión y quienes sí. Es así, como ex colaboradores del nazismo, del gobierno de Vichy y de la Alemania de Honecker siguieron activos en la vida pública y más de una vez ocuparon cargos relevantes, tanto en gobiernos de derecha como de izquierda. El carácter delictual queda reservado para sus organismos de represión y para quienes eran sus responsables políticos. Por eso, uno de los casos más notorios fue  el de Mitterand-Bousquet: no se respetó éste principio.

¿Qué explica esto? Fueron sistemas y proyectos políticos que contaron con un apoyo de un sector no menor de la población, por lo cual no era políticamente viable anatematizar a todos quienes participaron de él. Sin hacer mención a otras consideraciones de pragmatismo político. Lo que sí, en toda sociedad democrática, ese pasado lleva una carga de vergüenza sobre quien actuó bajo regímenes de signo delictual.

Es por eso que no parece ni sano ni razonable que el general Castro hubiese ascendido hasta donde lo hizo. Ser funcionario de escritorio de un organismo delictual, no puede ser considerado un detalle banal. Lo anterior, no por la persona del General. Menos si uno no conoce los detalles de su asignación a la CNI. No debe ser fácil oponerse a una designación en un organismo de ese tipo en plena dictadura. A nadie se le puede exigir el heroísmo pero nadie puede esperar  que se haga vista gorda en lo que se refiere a los símbolos del Estado por consideraciones personales. Ese es el error, el creer que en la designación de puestos públicos lo relevante es la persona. No, en estos casos lo es la carga normativa simbólica que le acompaña. La de la CNI, no es compatible con una democracia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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