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Piedras en el camino


A principios de la década pasada dirigía el programa de estudios de la universidad de Cornell en Bolivia. Durante cuatro semanas en el verano (invierno allá) estaba a cargo de un grupo de diez estudiantes; los del doctorado tomaban cursos de quechua con un colega, los de la licenciatura política y literatura andinas conmigo. El programa incluía un par de viajes para conocer el país. Los llevaba a La Paz, Sucre y Potosí.

Uno de esos viajes logramos entrar a una mina en Potosí. Era la primera vez que yo lo hacía. Nos dijeron que para convencer a los mineros debíamos llevarles de regalo cartuchos de dinamita -se conseguían con facilidad en las tiendas de la ciudad–, cigarrillos, alcohol puro y hojas de coca. A la entrada de la mina, un minero hizo explotar unos cartuchos y yo me puse nervioso aunque aparenté calma. Una vez adentro, descubrí que el túnel por el que avanzábamos era muy estrecho y tuve un ataque de claustrofobia; el polvo de las rocas caía sobre mí y la linterna del guardatojo apenas iluminaba. Iba a preguntar cuánto faltaba cuando el minero dijo que habíamos llegado: de pronto, estábamos frente a El Tío, una estatua de barro con un falo enorme que los mineros adoran (en el sincretismo religioso andino, el Tío es una versión del Diablo, dueño de las oscuridades de la mina; hay que rezarle para encontrar minerales y salir de la mina sano y salvo). Dejamos nuestros regalos a los pies del Tío. Mis estudiantes miraban todo fascinados.Al día siguiente teníamos que ir de excursión al lago Titicaca. Por entonces Evo Morales lideraba protestas en oposición al modelo neoliberal y las comunidades aymaras aledañas al lago habían decidido seguir sus instrucciones y bloquear la carretera. Escuché por la radio que los militares controlarían los caminos y pensé que era mejor que que no se cancelara el viaje. Fue un día espectacular en Copacabana y en la isla del Sol; comimos las especialidades del lugar, truchas enormes y ancas de rana. El problema comenzó a la vuelta. No se me ocurrió que los militares, después de mantener las vías expeditas durante el día, se irían a sus cuarteles al caer la tarde. A eso de las seis de la tarde, de regreso a La Paz, nos topamos con un bloqueo. Los líderes campesinos se nos acercaron sin ganas de dialogar. Dije a mis estudiantes que negociaría con ellos y bajé de la vagoneta. Los campesinos me hablaron en aymara y no entendí ni una palabra, pero por los gestos supe que querían que los hombres bajaran de la vagoneta y ayudaran a llenar de piedras la carretera. Hubo un momento de tensión, pero no había mucho qué hacer. Los hombres -los estudiantes, el chofer– bajaron y ayudaron a bloquear la carretera.

Nos desviaron a un pueblito en medio del altiplano. Cerca de la plaza había autos con los vidrios rotos. No había lugar donde dormir, y yo seguía haciendo preguntas en español y recibiendo respuestas en aymara. Los estudiantes me miraban ansiosos; debía decirles que no nos quedaría más que dormir en la vagoneta, pero trataba de ganar tiempo caminando de un lado a otro como si estuviera buscando soluciones. Me resignaba a tener que contarles lo que ocurría cuando un joven se acercó al chofer de la vagoneta y le dijo que por una módica suma nos podía guiar a un camino abandonado por el que llegaríamos a La Paz. No perdíamos nada; subió a la vagoneta y partimos. Así fue cómo evadimos el bloqueo (luego me enteraría de gente que tuvo que quedarse allí alrededor de dos semanas).
Ya de regreso en Cochabamba, un estudiante me agradeció por haber sabido manejar la situación. Estaba emocionado, dijo que nada se comparaba a tener «una experiencia auténtica, muy boliviana». Le dije que no había nada que agradecer, y lo decía de veras.
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