La mujer debe hacer frente al juicio procesal que se le sigue por la acción realizada y al juicio moral por la falta de fidelidad al rol sumiso y entregado que se le supone. Parece esperarse que aprenda a esquivar los golpes más que a hacerles frente o a alejarse de ellos.
Cuando una mujer da muerte a su pareja no sólo termina con una vida, sino que destruye el imaginario que tenemos de las féminas como personas más pacíficas, más dóciles, menos agresivas, incapaces de enfrentar un conflicto desde la violencia.
La Defensoría encargó un estudio que analizó los 231 casos en que hemos representado a mujeres imputadas de homicidios y parricidios desde el inicio de la Reforma Procesal Penal, entrevistando para ello a los distintos operadores del sistema -defensores, jueces, fiscales y peritos-, así como a las mismas afectadas, lo que nos entrega importantes conclusiones que permiten entender mejor estos casos y perfeccionar la información y los argumentos con que se deben enfrentar.
Es cierto que el menor porcentaje de los delitos de parricidio y de homicidio son cometidos por mujeres. Sólo entre el 6 y el 8 por ciento de las mujeres fueron imputadas de los delitos de homicidio entre 2006 y 2009, mientras que más del 90 por ciento de los casos correspondió a hombres. Pero no por ello, o tal vez precisamente por ello, deja de generar un efecto que desestructura el molde y el mito.
Es lógico preguntarse por qué una mujer -o un hombre- puede matar a su pareja o ex pareja. Y cuando miramos las motivaciones para cometer uno de estos delitos encontramos importantes diferencias entre unos y otras. En el caso de los hombres, aparece claramente el control a ejercer sobre la mujer y en el de ésta, la posibilidad de defenderse de la agresión histórica y permanente.
[cita]Para poder exigir una reacción así, que permita a las mujeres hacer frente a la violencia masculina sin llegar a los límites del parricidio y el homicidio, es imprescindible entregar instrumentos eficaces de control de la violencia, generando relaciones sanas y pacíficas, en las que la mujer no se vea obligada a pasar de ser una víctima a una “victimaria” que sólo se defiende.[/cita]
Según el estudio, los hombres cometen parricidio precisamente por la pérdida o deterioro de la relación de subordinación y de control que han tenido sobre sus esposas, parejas o ex parejas cuando ellas se resisten a sus agresiones, particularmente si éstas han ido incrementándose en violencia en el tiempo hasta terminar en el parricidio.
En cambio, en el caso de las mujeres la motivación que las lleva a este acto extremo es precisamente la calidad de víctimas de violencia en la relación de pareja, en un proceso de degradación que culmina en un acto liberatorio de reacción.
Y, sin embargo, el peso de los prejuicios y la estigmatización para las mujeres, el molde con el que queremos estructurar sus relaciones y reacciones, hacen que no sólo no entendamos el espacio de empoderamiento y enfrentamiento a una violencia que han resistido por años y de la que ahora se liberan de modo extremo, sino que las carguemos con el doble peso de la comisión del delito y la traición al rol femenino asignado.
En el Día Internacional de la Mujer hay que recordar que en la mayoría de estos casos ellas son mucho más víctimas que victimarias. El escenario permanente de intimidación, que las instala en una especie de matriz cultural de violencia de género -desde sus relaciones de familia de origen hasta las nuevas que instituyen, estableciendo y permitiendo relaciones de subordinación, control y manipulación-, es su realidad.
Si hay una serie de factores de discriminación con los que cargan -como la pobreza o la falta de educación-, el de género se transforma en estos delitos en uno principal. La mujer debe hacer frente al juicio procesal que se le sigue por la acción realizada y al juicio moral por la falta de fidelidad al rol sumiso y entregado que se le supone. Parece esperarse que aprenda a esquivar los golpes más que a hacerles frente o a alejarse de ellos.
Señala el estudio que se pueden identificar como focos de conflictos con sus victimarios/víctimas y están en el centro de la tensión y de la violencia la autonomía de la mujer, su vida cotidiana, la convivencia con el cónyuge/conviviente, las libertades personales, así como la administración del dinero, la sexualidad, la maternidad y la crianza de los hijos.
Por supuesto que se trata de una realidad que hay que prevenir entregando herramientas para evitar llegar a este extremo. Nadie quiere que la forma de enfrentar una violencia ancestral en contra de las mujeres sea respondiendo de la misma manera. Pero para poder exigir una reacción así, que permita a las mujeres hacer frente a la violencia masculina sin llegar a los límites del parricidio y el homicidio, es imprescindible entregar instrumentos eficaces de control de la violencia, generando relaciones sanas y pacíficas, en las que la mujer no se vea obligada a pasar de ser una víctima a una “victimaria” que sólo se defiende.