Publicidad

Los riesgos de la metáfora económica y la ideología de los incentivos

Alvaro Pina Stranger
Por : Alvaro Pina Stranger Ph.D en Sociología en la Universidad Paris-Dauphine e Investigador asociado al ICSO, Universidad Diego Portales.
Ver Más

Partir de los incentivos para integrar el interés colectivo, las externalidades, los diferenciales de recursos, de información, de posiciones, es un trabajo para Sísifo. Pues el problema es estructural: lo que no funciona es el modelo de comprensión. Lo que no funciona es la metáfora económica aplicada a todas las dimensiones de la vida social.


En este espacio retomo el debate comenzado en la columna de Jorge Fábrega a propósito de las políticas penales y el modo en que la teoría económica de G. Becker, representada en su libro Crime and Punishment (1968), pudo entenderse o interpretarse para inspirarlas.

En resumen, lo que Jorge nos dice, además de que deberíamos trabajar en la prevención y no solo en la sanción –elemento con el que me imagino una gran mayoría estará de acuerdo– es que el error que se cometió al aplicar este enfoque económico para el control de la delincuencia consistió en oponer el costo de la sanción (multas, años de cárcel, etc.) al beneficio que se obtiene del acto delictual, sin considerar el “costo percibido”.

Jorge nos explica que este “costo percibido” depende de los distintos contextos sociales: la cárcel no es solo una sanción, también es una escuela (un beneficio); los delitos no son actos individuales, sino que se generan en bandas para las cuales el costo de perder un miembro es menor; más aún, habrían delincuentes que no saben que están cometiendo un delito ¡qué costo podrían percibir!

[cita] Partir de los incentivos para integrar el interés colectivo, las externalidades, los diferenciales de recursos, de información, de posiciones, es un trabajo para Sísifo. Pues el problema es estructural: lo que no funciona es el modelo de comprensión. Lo que no funciona es la metáfora económica aplicada a todas las dimensiones de la vida social.[/cita]

Considerar estos elementos sociales es sin duda un avance, pero el paso de “costos” a “costos percibidos”, es decir el hecho de tomar mejor en cuenta el peso de las asimetrías de información, no evitará futuras desgracias como la del penal de San Miguel, pues las dificultades están asociadas al uso mismo de la metáfora económica en la administración de todas las dimensiones de la vida social, y no a su nivel de sofisticación. Me gustaría, a partir de la noción de “costo percibido”, mencionar solo tres problemas, íntimamente ligados, que plantea el uso actual y creciente de la metáfora económica en la regulación de la vida social.

El primero es un problema de justicia. Frente a un mismo acto ilegal, el costo percibido dependerá siempre de los recursos con los que cuenta el actor, y no solamente del nivel de información que éste tenga del sistema de sanciones. Si tengo dinero, no me importa recibir una multa por estar mal estacionado; si soy militar, me importa menos irme preso si cumpliré mi condena en una cárcel militar; si vendo cientos de millones de toneladas de carbón, no me importa pagar multas o comprar emisiones de CO². La teoría de los contratos aplicada a la normalización de la vida social es profundamente injusta pues genera un sistema de reglas de discriminación, que suele llamarse “de incentivos”, que agrava la desigualdad. Para que la teoría de los contratos aplicada al tema de la seguridad pública fuese justa, debería aceptarse que las penas fueran dictadas en función de los recursos y posiciones de origen. Esta solución, ampliamente usada cuando se trata de asuntos éticos (e.g. exigimos más a quien ha tenido más, y menos a quien se ha visto privado de recursos u oportunidades), no se acepta fácilmente en la definición de la penas (e.g. el monto del parte por estacionarse mal no depende del nivel de ingresos del conductor).

El segundo es un problema ontológico. Por más que consideremos las entidades colectivas en las que se inscriben los actores (e.g. bandas, grupos de empresas, sectas religiosas, etc.), pensar en términos de “costos percibidos” impone una definición atomista de los intereses que motivan y justifican la acción. Sin entrar en el debate filosófico (yo me apoyo en la justicia como equidad de John Rawls), esta definición del hombre como motivado por intereses puramente individuales, concibe y transforma la sociedad en un agregado desprovisto de proyectos colectivos. Esta noción de proyecto colectivo no es ni más ni menos “natural” que la de interés individual. Es una construcción ideológica con la que las sociedades, grupos o comunidades se dotan para, a la vez, regular sus interacciones y trascender, vale decir, dar un sentido (de sentir y de dirección) a su existencia. La ideología de los incentivos mutila este potencial de integración, e impone en su lugar una teoría de juegos en la que todos se enfrentan a todos. En la práctica, aquellos que cuentan con los recursos apropiados son capaces a la vez de mantener y de gobernarse a través de un orden comunitario, mientras aquellos que no cuentan con éstos deben someterse a la coordinación por incentivo.

El último problema es una cuestión de eficacia. Pese a los enormes esfuerzos de la economía por integrar la psicología y la psicología social en sus modelos, la identificación y el control de los “costos percibidos”, elementos con los que ella debe contar para tener la capacidad de normar los comportamientos, son, en el mejor de los casos, vanos para el interés colectivo, y a menudo contraproducentes. ¿Por qué? Porque al dejar de lado la posibilidad de un proyecto colectivo, la ideología de los incentivos excluye al mismo tiempo la capacidad de integrar en su comprensión todos los bienes que no son capturados por entidades especificas, todo el valor que escapa a la capitalización. Los incentivos podrán mejorarse, perfeccionarse para que tomen en cuenta las externalidades –materiales o inmateriales, positivas o negativas–, pero siempre con atraso, siempre de manera ineficaz, pues éstas deben ser identificadas para poder considerarse y, como nos enseñó la ecología, cuando finalmente somos capaces de percibirlas, ya es quizá demasiado tarde. Partir de los incentivos para integrar el interés colectivo, las externalidades, los diferenciales de recursos, de información, de posiciones, es un trabajo para Sísifo. Pues el problema es estructural: lo que no funciona es el modelo de comprensión. Lo que no funciona es la metáfora económica aplicada a todas las dimensiones de la vida social.

Lo que tienen en común estas tres críticas a la noción de “costos percibidos” es que se apoyan en una concepción política y no económica de las formas de regular las diferentes dimensiones de la vida social. Los incentivos para regular los comportamientos pueden ser pertinentes en algunos sectores y situaciones. Pero su hegemonía constituye un verdadero caballo de Troya que invade, hoy en día, a más de una democracia. Los incentivos se han convertido en una herramienta de propaganda ideológica destinada a destruir toda capacidad para imaginar un proyecto colectivo en el que sea responsabilidad de todos que cada uno de nuestros conciudadanos se encuentre bien.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias